—Missy Sharpe es una coqueta —le contó Charmaine por encima del hombro—. Tenía a todos los chicos congregados a su alrededor porque ha llevado tartas de limón para invitarlos.
—También nosotras podríamos preparar algo para que lo llevases — sugirió.
—Bah. Son unos tontos. Me gustaría más preparar algo para alguien más maduro, como… como Esteban Sanromán, por ejemplo.
María parpadeó sorprendida, pero no dijo nada.
—Es tan guapo, ¿no crees?
—Supongo que sí.
Tan guapo le parecía que ni podía respirar si lo miraba.
—Y trabajador. Y ambicioso. Tiene su propio negocio, aunque sea un establo.
—Sí, loes.
Pero no lo bastante para sus padres.
—Es lo mejor de ir a la ciudad, ¿no crees?
En poco más había podido pensar, y sin duda Esteban era lo mejor de ir a la ciudad. Era lo mejor de cualquier semana cuando lo veía, y pensar en él era lo
mejor de los muchos días en que no lo veía.
—La verdad es que no se me habría ocurrido pensar algo así.Capítulo Cinco
Entraron en Copper Creek y Charmaine guió el caballo hacia el establo. Para desilusión de María, un hombre mayor con una barba oscura las recibió y la ayudó a bajar de la parte trasera del carro.
—Esperábamos ver al señor Sanromán —comentó Charmaine.
—Tenía asuntos que atender esta tarde.
—¿Trabaja usted para él?
—Le ayudo de vez en cuando.
—Volveremos por el carro cuando cierre la biblioteca.
—Aquí estaré.
La biblioteca quedaba muy cerca del establo, pero la entrada del edificio tenía varios peldaños. María se quedó abajo mientras Charmaine acarreaba su
silla y luego volvía por ella.
Agarrada a su brazo, se las arregló para subir y entraron. No importaba que su prima no pudiera llevarla en brazos, porque a ella no le incomodaba su
torpe forma de andar y siempre estaba dispuesta a ofrecerle su brazo.—Buenas tardes —las saludó la señora Krenshaw en su habitual susurro, que seguía empleando aun cuando no estaba en la biblioteca. Estaba tras el
mostrador de los préstamos, con un lápiz metido en el moño ya plateado en que se recogía el pelo en lo alto de la cabeza.
Las primas la saludaron en voz baja. María se sentó en su silla y se empujó hacia donde estaban las estanterías con los libros mientras Charmaine le entregaba a la bibliotecaria los libros que devolvían.
Se había pasado una hora al día, en intervalos de veinte minutos,
caminando en la intimidad de su habitación, y por el momento, aquel ejercicio no había tenido efecto pernicioso alguno en su salud, aparte de algunas
agujetas. Y en aquel momento se sintió independiente y satisfecha de sí misma al ser capaz de levantarse de su silla e ir avanzando junto a las estanterías
examinando los lomos y alcanzando los ejemplares de las baldas superiores.—¡Dios santo, María, mírate! —exclamó Charmaine, y su voz reverberó en las paredes de madera y en el techo alto de la sala. María se llevó un dedo a los labios para pedirle silencio.
—He estado practicando —confesó.
—¿Poniéndote de pie?
—Caminando.
—¿Qué opina tu madre?
—No lo sabe. Y no se lo digas, por favor.
—Sabes que no lo haré. Y yo creo que es maravilloso.
María siguió avanzando por los muebles y encontró unos cuantos libros que quería pedir prestados, que fue dejando sobre una silla. Muchos los había leído ya, pero no le importaba repetir. Otros eran viejos amigos a los que
visitaba de vez en cuando. Encontró uno de sus títulos favoritos, que ya había
leído al menos media docena de veces, lo abrió y echó un vistazo a sus páginas gastadas y familiares. Estaba absorta en la escena en la que un joven que ha criado un potro se ve obligado a venderlo cuando un paso que sonó a su
espalda llamó su atención.