Había estupideces mayores que presentarse antes de la hora prevista e invitar a María Fernández y a su prima a tomar un helado. Por ejemplo,
tumbarse en medio de Carver Street y esperar a que un carro cargado le pasase por encima. O acercarse por detrás a la yegua de Ike McPhillips que guardaba en su establo y darle un buen susto. El resultado sería el mismo.
En cuanto Burdell Fernández se enterase de que tan siquiera le había dirigido la palabra a su hermana, saldría de su precioso banco con su precioso
traje y le pasaría por encima, propinándole un par de patadas de propina por idiota.La verdad es que merecería la pena por un par de las sonrisas de su hermana.
Esteban estaba en el minúsculo dormitorio de la espartana vivienda que se
había construido en la parte trasera del establo, abrochándose el cuello de la camisa de algodón limpia que acababa de ponerse. Luego se miró al espejo que
colgaba sobre el palanganero y se aseguró de que su pelo indómito estaba amansado al menos durante un rato.
Tiró de la cabezada de la yegua de Mort Renlow que acababa de lavar y cepillar, la colocó en el centro del establo y le enganchó el arnés del carro. La
señorita Renlow le había dicho que fuese a buscarlas a las tres, pero iba a presentarse al menos cuarenta y cinco minutos antes… lo suficiente para lo
que tenía pensado.Un grupo de mujeres jóvenes vestidas de todos los colores ocupaban el porche de la casa, y sus voces se acallaron al verlo detener el carro y bajar.
Charmaine dejó a un lado una taza y un plato de delicada porcelana y bajó las escaleras para recibirlo.
—Llega pronto, señor Sanromán.—Sí. Se me ha ocurrido que quizás su prima y usted me permitirían que las invitase a un helado en Mis Marples'Ice Cream Emporium.
Charmaine parpadeó varias veces y dos hoyuelos se dibujaron en sus
mejillas al sonreír.—Estaríamos encantadas.
Unos cuantos susurros de voces femeninas se oyeron en la distancia.
En el corro de jóvenes con faldas almidonadas y bucles en el pelo, María Fernández era fácil de identificar, y no por la silla en que estaba sentada, ya
que las demás lo estaban también; no porque fuese vestida de un modo distinto, porque su atuendo era similar al de aquellas muchachas; ni siquiera
porque fuese algo mayor que todas ellas.
Era por algo que atraía indefectiblemente su mirada y que le hacía palpitar el corazón cuando la veía.
Ni siquiera sonreía. Es más, su rostro de marfil parecía preocupado.
Jamás había deseado algo con tanta vehemencia como deseaba que María mostrase algo de entusiasmo por su invitación. Aquella joven lo fascinaba, y el
deseo de conocerla mejor nublaba su entendimientos.—Charmaine, el tío Mort quiere que vayamos a casa —dijo, acercándose a ellos con su silla de ruedas. El resto de muchachas guardaba silencio.
—Tenemos tiempo de sobra, tonta —contestó su prima.
—Sí —corroboró Esteban, que no quería aceptar su excusa—. Las llevaré a casa a tiempo de que puedan ayudar a preparar la cena —se acercó a la escalera y María abrió los ojos de par en par, alarmada. Él se detuvo. No
quería obligarla a hacer algo que ella no deseara, así que se agachó junto a la silla para que sólo ella pudiera oírlo—: Sólo si tú quieres, María. Si no quieres,
tampoco pasa nada.Ella pareció perderse durante unos segundos en sus ojos, lo que le proporcionó un tiempo precioso para estudiar su rostro de cerca: brillantes
ojos de un verde grisáceo, pelo castaño rojizo, labios de delicado dibujo y pómulos salpicados de unas encantadoras y suaves pecas.—Sí quiero —susurró, casi como si sólo lo estuviese admitiendo ante sí misma.
—Tu sombrero, María —le dijo una de las chicas.
Él se incorporó y sonrió, y tras saludar con una leve inclinación de cabeza a las demás chicas, puso el freno en la silla de María mientras ella se colocaba
el sombrero y se lo sujetaba con una lazada bajo la barbilla.
Levantó un brazo para pasárselo por el hombro y aquella medida de rendición, de confianza, fue como la patada que estaba esperando de su hermano. Cómo detestaba que ella tuviese que confiarse al cuidado de otros,
pero cómo le gustaba haber sido bendecido él en aquel momento con ese privilegio.
María no era pequeña, pero tampoco pesada. Su peso delicado, la suavidad de sus curvas y su delicado aroma a lilas fueron la recompensa por
su insistencia. La llevó en brazos por el camino hasta la calle, deseando que la distancia fuese mayor, y ella lo miró desde debajo del ala de su sombrero.
