KATE LLEGÓ tarde aquella noche a San Francisco.
Entró en el edificio de apartamentos. Lo más seguro era que saliera la señora
Grady, la portera, a ver quién era. Tomó su bolsa y se dirigió hacia su puerta. Se
sentía incapaz de enfrentarse a nadie, ni siquiera a la amable y solitaria señora Grady.-¿Kate, eres tú?
-Es muy tarde para que esté usted levantada, señora Grady -dijo parándose-.
Son más de las tres de la madrugada.-Para mi no es tarde. Apenas duermo desde que murió mi Joe.
La señora Grady era viuda hacía al menos veinte años. Desde luego era mucho
tiempo para sufrir de insomnio. Ella pretendía superar su problema con Ryan en
mucho menos tiempo, veinte minutos serían suficientes.-¿Vuelves pronto este fin de semana, ¿no? -comentó al ver la bolsa. Kate no
respondió-. Han llegado unos paquetes para ti. La verdad es que van dirigidos a tu
domicilio pero a nombre de otra persona.La señora Grady entró en su apartamento dejando la puerta abierta.
-Déjelo para mañana, señora Grady.
Ella pareció no escucharla porque apareció en el umbral de nuevo llevando tres
paquetes grandes.-Están a nombre del señor y la señora de Ryan Holt. ¿Es que ese matrimonio va a
pasar una temporada contigo?Kate tomó los paquetes sin contestar.
-Gracias señora Grady, que duerma usted bien.
-Ya sabes lo que se dice de los hombres, ¿no? Que no se puede vivir ni con ellos
ni sin ellos.-¿Y sabe usted qué más se dice también? Que si hemos mandado a uno a la luna
deberíamos mandarlos a todos.-No estaría mal, ¿no?.
-No, yo los mandaría a patadas. Buenas noches, señora Grady. Gracias por
guardarme los paquetes.Atravesó el vestíbulo. Al llegar a la puerta de su apartamento dejó los paquetes
y la bolsa para sacar las llaves. Abrió, encendió la luz y le dijo adiós con la mano a la
señora Grady, que siempre esperaba a que hubiera entrado antes de retirarse.
Dejó la bolsa en el suelo y los paquetes en el sofá. La tapa de uno de ellos se
había abierto, sólo tenía que darle un empujoncito para abrirla del todo. Pero no
quería abrirla.Ella no era la señora de Ryan Holt, y nunca lo sería. Sin embargo la
abrió. Dentro, en un lecho de bolitas de corcho, había una caja plateada adornada con
campanas nupciales.
Se dio la vuelta y miró a la pared. De todas las cosas a las que se sentía incapaz
de enfrentarse en ese momento los regalos de bodas encabezaban la lista, justo
detrás de Ryan Holt.
«No quiero volver a verlo nunca más» se dijo en voz alta a si misma.
Quizá si lo repetía una y otra vez acabaría por convencerse.Ryan acercó la silla a su mesa y miró las cifras de producción en el ordenador.
Había llegado pronto para ver si podía terminar aquel informe, pero no había
trabajado mucho. Se tapó la cara con las manos. Quizá le vendría bien una taza de
café, pensó. Pero la máquina de café estaba al otro lado de la oficina, cerca del
despacho de Kate, y no estaba seguro de sentirse preparado para verla, no después de
aquel fin de semana.¿Cómo podía haber salido todo tan mal? Había estado en sus brazos, suave y
sedosa, y en cuestión de sólo unos minutos se marchaba por la puerta. Se frotó las
sienes. No había dormido mucho aquella noche, ni tampoco la siguiente. Primero se
había puesto furioso con ella, pero eso enseguida se pasó. Por su mente no dejaban
de aparecer imágenes de ella. Ninguna mujer lo había obsesionado tanto. Despierto
pensaba en ella lo quisiera o no y dormido se veía obligado a refrescar aquellas
imágenes eróticas cuanto antes.
Se levantó de la silla.
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