Capitulo 3

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Al otro día, Keana y Lucía nos pasaron a buscar. Venían con su hermano de
siete años, Alexander, al que no siempre era posible hacerle el quite.

-Duro precio aguantar a este enano maldito -me decía Verónica, y agregaba-: deberíamos ahogarlo.

Las Vives se dejaban tiranizar por el niño hasta extremos irritantes. Esa mañana, por ejemplo, Alex dispuso una excursión a la Cueva del Pirata sin
consultar a nadie.

La noche anterior su padre le había
llenado la cabeza de corsarios, filibusteros y bucaneros. Los nombres de Hawkins,
Morgan y Sharp lo alucinaban; repetía sin tregua el saqueo de Valparaíso perpetrado
por Drake, y le daba mucha risa que el pirata incluyera en su botín hasta las copas
sagradas de la capilla. Pero el que más lo obsesionaba era Cavendish; claro,
Cavendish había fondeado justamente en Quintero, dejando tras de sí la leyenda del tesoro. Y el tesoro tenía que estar enterrado en algún punto del túnel de la Cueva del Pirata para que él, Alexander Vives, y nadie más sobre el planeta, lo buscara y lo encontrara, y a nosotras nos sometiera a la descomunal flojera de acompañarlo en su aventura.

La Cueva del Pirata tiene dos entradas; una entre dos playas de la costanera
frente a la bahía y a la que es fácil llegar; la otra, casi inaccesible, protegida por
roqueríos disparejos y resbaladizos que reciben el permanente embate de la mar
abierta y tempestuosa. Algunos muchachos, los más temerarios, logran atravesar la
cueva de una entrada a la otra, deslizándose como orugas por el angosto túnel que las une; es una proeza imposible cuando se ha dejado de ser niño.

Esa mañana Alex ni se le pasó por la mente llegar hasta la entrada fácil de la cueva, no; tuvimos que seguirlo en busca de la boca peligrosa. La única ventaja a nuestro favor consistía en que, a partir del tramo en que la senda opone serios obstáculos, podríamos tomar de la mano a las Vives. Sí, porque el enano era soplón: cualquier aproximación a sus hermanas teníamos que ejecutarla con un pretexto para que más tarde no las estigmatizara él, exagerando ante sus padres.

Por lo que a mí toca, las apariciones de mi desconocida habían erosionado mi
interés por Keana. Y ella se daba cuenta de que algo me acontecía; no sabía, por
cierto, qué era aquello, y tampoco se animaba a preguntarme nada. Nuestras
conversaciones, entonces, se desviaban hacia temas en cuyo fondo palpitaba un
propósito elusivo. Hablábamos de nuestros proyectos de estudio, de la postulación a la
universidad, de las cosas que nos
gustaban, las películas que habíamos visto, las diferencias entre Santiago y Valparaíso,
los libros que nos habían impresionado, la manera de ser de nuestros padres, la
situación política del país, los cantantes populares del momento. Y así, cualquier cosa que no aterrizara en el vínculo entre ambos, que ella intuía y yo sabía afectada.

Me resultaba satisfactorio ver a Keana, siempre tan linda, dispuesta a aceptarme si
yo me lo proponía. Hasta bailamos mejilla con mejilla la otra noche en el Yatching y
ella estuvo seguramente a la espera de que le dijera algo. Por lo menos, que preguntara por aquella carta que le había enviado desde Santiago y que, a su modo,
constituía una verdadera declaración, una formal petición de noviazgo. Pero nada de
eso. La imagen de mi desconocida lo alteraba todo, posesionándose de mi intimidad.

-Ya debemos estar cerca -dijo Verónica.

Nos habíamos detenido para tomar aliento y continuar por el sendero, ya casi
inexistente, entre la ladera del cerro costero y las rocas. Las Vives habían traído un canastillo con sandwiches, un termo de café y bebidas, presumiendo que el paseo
iba a ser largo. Nos turnábamos para llevar el canasto y, una vez que el sendero desapareció, nuestra marcha se hizo muy lenta; quedamos abocados a ir tanteando por las altas y filudas rocas.

Las rompientes las bañaban aquí y allá, y las superficies cubiertas de algas no podían ser más jabonosas. De pronto Keana perdió el equilibrio y una de su rodillas dio contra una piedra encarrujada de choritos. Se hizo una herida no profunda, pero sí ancha. Sangraba abundantemente. Le hicimos un vendaje lo mejor que pudimos, y ella y yo
continuamos un buen tanto atrasadas.

Alexander, que encabezaba el desfile a gran distancia, fue el primero en avistar
la entrada de la cueva. De súbito se producía una interrupción en la cadena rocosa por donde, a duras penas, veníamos con Keana, dando lugar a una suerte de playa chica enmarcada por un portal de piedra.

Era la entrada de la Cueva del Pirata: umbral adentro se iba angostando, tornándose cada vez más penumbrosa, hasta rematar en la absoluta oscuridad. Alex se allegó a la carrera a ese portal, dando gritos de júbilo y categóricas órdenes a barbudos malandrines con parche en el ojo y gancho en el muñón. Entró en la cueva y pronto su figura desapareció, consumida por la oscuridad del túnel. Sus hermanas se inquietaron y lo llamaron en voz alta, rogándonos luego, a Vero y a mí, que lo fuéramos a buscar. Obedecimos.

-A lo mejor se queda atascado el enano ahí adentro -le dije.

-No sueñes -me contestó-, los protege a estos enanos malditos un diablo de la
guarda del mismo infierno.

Antes de que llegáramos a la entrada, el chico reapareció con todos sus piratas
y se alejó hacia un roquerío.

La ensenada ofrecía un espacio muy reducido de arena seca. Salvo Keana, que
no podría meterse al agua, los demás estuvimos muy pronto en traje de baño.

Corría una helada brisa matinal, de modo que nos dispusimos a tomar el sol de inmediato. Verónica y Lucía se tendieron uno muy junto al otro y, como Alexander merodeaba por el roquerío, aprovecharon para hacerse cariños y hablarse en voz baja. Yo, al lado de Keana, me sentí un poco molesta; tenía clara conciencia de que la situación era para ella, más que embarazosa, hiriente.

Al mediodía, y después de habernos bañado varias veces en la resaca, porque
el mar era bravío allí, le dimos el bajo al cocaví. El más contento era Alexander, que se mantuvo en el área de luz y sombras del boquerón del túnel, Vero y Lucy vivían su
mundo aparte, y Keana apenas disimulaba su desánimo. Cuando terminamos de
comer, dijo:

-Me sigue doliendo la rodilla. No quiero matarles la onda, pero me gustaría
regresar luego.

Se estaba arreglando la venda y, en realidad, tenía la rodilla desollada; todos
pudimos comprobarlo.

-No debemos volver por las rocas -opinó Vero-; no lo resistirías. Hay
que buscar un atajo por la ladera y, así, retornar por el cerro, por arriba. Ahí, sin duda, nos toparemos con un camino como Dios manda.

-Desde aquí no se divisa ningún sendero ladera arriba -dijo Keana con
desaliento.

-Pero tiene que haber, y más de uno -estimó Vero con mucha seguridad.

-Ojalá -dijo Keana

-Un poco hacia el poniente ya empieza la zona de las caletas con accesos al
camino -agregó Verónica

-Vero tiene razón -dije-, yo iré a explorar el terreno.

La ensenada de la Cueva del Pirata limitaba al norte con un disparejo muro
pétreo hacia el cual dirigí mis pasos. Al poco rato noté que era posible sortear ese
macizo por una estrechura apta. Luego, un largo ribete de arena, humedecido por las
estelas finales de la marea, se extendía al pie del cerro, perdiéndose en un recodo.
¿Qué habría más allá de esa esquina? Si sólo iba a encontrar más rocas y precarias
playas pedregosas, y el cerro siempre cortado a pique, tendría que dar por frustrada mi misión.

Continué avanzando con las esperanzas a medio naufragar. Entonces, en
cuanto tomé la curva dejando atrás la dilatada cintura de arena, la vi. Ante mis ojos se abría una vasta caleta. Y en la zona donde las olas espumaban mansamente sus
segundos y terceros lomos, estaba ella bañándose.

What Is Love? (Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora