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—Creo que es mejor que vayas borrando esa sonrisa de tu cara.
—¿Por qué insistes en obligarme?
—Vamos —lo invitó el padre, mientras dejaba la taza de café vacía sobre elescritorio.
—¿A donde?
—Afuera.
—¡Está congelado allá afuera!
—No importa, ¿o es que tu abrigo de paño italiano no te da calor? —Kent, tomó el sobretodo del perchero que estaba al lado de la puerta y salió de la oficina. El padre de Kendall todavía era un hombre enérgico, al que muchos lo miraban con temor pues su ceño estaba siempre fruncido como si estuviera enojado.

Con paso largo se dirigió a la puerta de enfrente. Bajó los tres escalones que lo separaban de la calzada y se echó para atrás, con la mano le hizo gestos a su hijo para que se pusiera al lado suyo.
—¡Qué dice allá arriba! —Kent apuntaba al letrero que estaba sobre la puerta.
—Tú y yo sabemos qué dice, está ahí desde que tengo memoria.
—Schmidt & Son, Schmidt & Son... Es lo que está escrito allí. Ahora pienso que el Son, está de más.
—¿Para esto me llamaste con tanta urgencia?
—Para decirte que si no te casas en el plazo de tres meses, dejaré mi fortuna para caridad.
—¡No puedes hacer eso! La parte de mamá me corresponde.
—Ella no aportó ni un chelín al negocio. No tenía dinero. ¿Nunca te contó que era hija de un maestro que hacía clases en un orfanato?
—No.
—Su padre no tenía dinero.
—Si no me caso no tengo nada.
—Exacto. ¿Crees que tus amigos de las mesas de juego te darán su apoyo? ¿O las prostitutas de Madame Pompadour?
—¿Qué sabes de eso? —Kendall miró hacia el suelo avergonzado. No imaginaba que su padre conocía sus andanzas.
—Lo sé todo, eres muy conocido en esos tugurios. ¿Y bien?
—Tengo que pensarlo.
—No tardes mucho... Hace frío, quieres un café.
—Gracias, pero prefiero irme a casa... ¿Qué pasó con la chica que me tiró la tinta?
—La despedí.
—Creo que fue una medida demasiado drástica.
—Nos vemos más tarde —se despidió Kent, entrando antes que su hijo tuviera la idea de discutir el asunto.

Al llegar se encerró en la biblioteca, tenía que pensar, descubrir el modo de torcerle la mano a su padre: no podía ser que porque el señor Schmidt se encaprichara con su vida, él tuviera que obedecerle. Sí, porque era su vida, su padre ya había vivido la de él, y seguramente su abuelo no le impuso tales condiciones para heredarle. Enfadado golpeó la pared con el puño cerrado, los nudillos sangraron por la aspereza del cemento. Después de esto sintió que su tensión y su rabia disminuían un poco, él era un hombre que solía tomarse todo con liviandad, por lo mismo no servía para estar alterado por mucho rato. Después de envolverse la mano con un pañuelo bajó a ver qué había preparado Betsy para comer.
—¿No vendrá papá? —preguntó mientras se metía un trozo de cerdo a la boca.
—Me pareció escuchar anoche que decía algo de un almuerzo de negocios.
—¡Ah, qué bien!
—¿Por qué?
—Porque ya tuve bastante de su sermón por hoy día.
—¿Qué le dijo?
—Me va desheredar si no me caso en tres meses.
Betsy abrió mucho los ojos pero no dijo nada, solo puso su ajada mano sobre el brazo de Kendall.
—No se preocupe joven, yo le dejaré todo lo que poseo.
—¿A cuánto asciende? —preguntó él divertido.
—Tendría que averiguarlo usted mismo.
—¿Y qué es?
—Una casita en la costa, y unas quinientas libras
—¿Cómo es que tienes tanto dinero? Imagino que no lo guardarás bajo el colchón.
—En un banco. Sucede que yo casi no salgo, uso lo indispensable, así que gasto muy poco. Son los ahorros de toda la vida.
—Agradezco mucho tu generosidad mi querida Betsy, pero seguro que tendrás una pariente a quien dejar tu herencia.

Esa tarde, como todos los días, se dirigió a la taberna de Mr. Pipps. El hombre lo recibió con un whiskey sobre la barra.
—¿Cómo está señor Schmidt?
—Igual que siempre Pipps.
—¿Otra discusión con su padre?
—¿Es que no hay secretos en Trafford Park?
—No. —contestó el hombre mientras limpiaba un vaso con un paño no muy limpio—. Usted ya debería saber eso.
—¿Los muchachos están adentro?
—Como siempre señor Schmidt.

EL Contrato (Kendall. S)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora