Capítulo 8. Perseguidos

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La he visto, y sé que me han encontrado. He sido descuidado y he acabado exponiéndome, tendría que haberlo abandonado en Copenhague; de hecho, nunca tuve que ir allí.

Pero estar a tan solo un paso de mi Suecia natal me cegó; todos, mortales e inmortales queremos volver a nuestro hogar. Aunque este ya no exista, aunque solo sea un recuerdo.

Aunque el peligro nos persiga paso a paso, ella no va a dejarnos escapar.

Y una parte mí, una pequeña, se siente aliviado. Llevo huyendo demasiado tiempo, estoy cansado, estoy harto, pero quiero vivir, siempre he querido vivir.

Él también la ha visto, y sé que va a traicionarme. Debería matarlo antes de que ocurra, sí, es lo mejor, pero le necesito, le quiero, aunque acabaré haciéndolo si es necesario.

Está mirando por la ventana de este último hotel, cambiamos cada día, buscando habitaciones libres y abandonándolas al día siguiente.

Llevamos cuatro países y veinte ciudades desde que ella nos encontró, y no pierde nuestro rastro.

No puede hacerlo cuando su sangre y la nuestra es la misma.

Sé que me mataría con sus propias manos, mi hermana de sangre me odia, pero no es quien está al mando de mi persecución.

Si pudiera elegir morir, no sería delante de ellos.

Le miro mientras él la busca por la ventana del hotel en la noche de una ciudad sin nombre.

¿Y si fuera él? ¿Y si fuera mi compañero el que acabara conmigo antes de que le ajusticiaran?

—Ven—le pido, del modo en que le exijo todo, con una dulzura letal y demandante.

Y él se mueve como mi peón, como mi amante.

Me abraza porque sabe que me buscan, porque ha notado la urgencia en mí y sin embargo ella le fascina.

Me abraza y me cuesta encontrar la paz que antes me daba, aún así le agarro con fuerza. Él me acaricia, pero sé que está pensando en ella.


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No he podido hablar con ella, pero nos sigue, nunca nos alcanza, como si solo quisiera vigilarnos.

Él la evita y nos hace saltar de ciudad en ciudad, y siento que es a él a quien está siguiendo.

No le pregunto, algo me dice que ese no es el camino, que solo voy a encontrar el muro que hallo cuando él no quiere compartir.

Y son tantos los momentos en los que no comparte que me siento vacío, y solo.

Por momentos, cuando la veo, quiero irme con ella. Andar en el mundo con otro vampiro que no sea él. Pero los lazos que nos unen son realmente fuertes, como si fueran músculos y tendones que debiera cercenar de mi propio cuerpo.

No deseo mutilarme, no deseo abandonarle, y sin embargo...

Ella no solo es inmortal, sino que creo que lleva en este mundo mucho más tiempo que él, y obviamente que yo.

Pero siento que deseándola, anhelando su compañía, sus vivencias, le estoy traicionando. Como si solo pudiera ser de él, y el sentimiento me ahoga.

Hace mucho que sé que él lo es todo, ya lo he aceptado, y a mi modo le amo, como se ama a quien te ahoga con su necesidad, porque esta se convierte en la mía. La compartimos, la retroalimentamos.

Pero este amor también es una cárcel, como es su sangre y son mis silencios.

Y cuando cierro los ojos la veo a ella, y el recuerdo de aquella última noche en Copenhague cuando imaginé su yo adulto; su yo cansado y triste.

No era el chico inmortal que me abraza con desesperación, sino el hombre que sabe cual es su destino, y este no le gusta.

Mi sangre le calma, pero a mí la suya solo me enloquece, siempre lo ha hecho y últimamente no me la da.

Y siento que le traiciono cuando me descubro no deseándola más.

Quiero una nueva, quiero la de ella, quiero la de otros.

Le estoy traicionando y los momentos en los que deseo huir son los mismos en los que le abrazo más fuerte.

Estoy sentando en el borde de la ventana del último hotel donde nos hemos colado. Quiero encontrarla.

—Paremos unos días—le propongo, pero ya sé cuál será su respuesta.

—No podemos.

—¿Por qué?

Él intenta evitarme como hace siempre, pero estoy cansado de huir, no me importaba cuando vagábamos sin rumbo. Pero quiero dejar de huir.

—No podemos.

—Tienes miedo, ¿de qué?—Su rostro sigue siendo la máscara hermosa que vuelve mis esfuerzos en nada.

—Van a matarnos.

Estaba tan metido en mí el concepto de nuestra inmortalidad que no soy capaz de entenderlo.

—Nosotros no morimos.

Él se levanta queriendo dejar de nuevo la conversación, pero no le dejo. No ahora.

—No, no morimos, pero sí pueden matarnos.

—Me dijiste que nada podía matarnos—digo estupefacto y me siento traicionado ante la evidencia de que me ha mentido.

—Yo puedo matarte.

Nos miramos largo rato, y sus palabras están llenas de verdad, él puede matarme, ¿puedo yo matarle? Y solo ante la idea, crece en mí la necesidad de comprobarlo. Doy un paso atrás, sí, le odié cuando me enfrentó a mis hijos, pero matarle ya no es mi deseo y sin embargo, sueño como le devoro, como le vacío. Quiero hacerlo.

—Ella puede matarnos, y lo hará.

Me siento un niño, un niño entrando al mundo de los adultos por primera vez y sintiendo que he estado viviendo una mentira.

Me voy, necesito estar solo, y él me deja ir.

Pienso en no volver, ella está ahí, la siento, incluso la veo. Mientras bebo de otros cuellos, mientras engullo la sangre que no me sacia.

Pero ella no se acerca.

Si es verdad que quiere matarnos, ¿por qué no viene a por mí?

Y me doy cuenta de algo, no es a mí a quien quiere; sino a él.

Corro hacia el hotel, sintiendo el peligro de sus palabras, pero cuando entro en la habitación. Él tan solo está esperándome, parece aún más joven y desvalido de lo que ambos sabemos que es.

A la noche siguiente, ya estamos en otra ciudad.

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