Capítulo 11. Daven

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Solo recuerdo que hacía frío, pero este era una constante en nuestras vidas. No recuerdo ni un solo día de mi vida mortal sin la sensación del frío royéndome los huesos.

Aren y yo matamos a nuestra madre al nacer, nuestro padre nos abandonó y fuimos criados como ganado. No éramos los únicos, los niños servíamos para muchas tareas y a nadie les importábamos. Yo al menos tenía a Aren.

Aren siempre estuvo pendiente de mí, siempre fue el mayor a pesar de ser gemelos.

Yo asumí ser cuidado por él, y éramos felices, a nuestro modo éramos felices.

Nuestro pueblo siempre nos tuvo como una especie de fenómenos. Tan idénticos que algunos creían que fuimos concebidos por los dioses, nadie que quisieras tener cerca. Para mí estaba bien, siempre que tuviera a Aren.

Cuando nos vendieron teníamos 12 años, no podía decirse que fuéramos ya niños, no como los niños de hoy en día. Pero aún así, éramos jóvenes y yo estaba asustado.

Aren ya se había metido en alguna pelea con hombres de nuestro pueblo, yo aún no entendía lo que había en sus miradas. Aren sí lo sabía, pero me protegió como siempre hacía.

Era de noche y hacía frío, nos trasladaron en carros y recorrimos muchos kilómetros pasando por diferentes lugares durante semanas.

Cuando nuestro viaje cesó, llegamos a la casa de nuestros amos. No entendíamos el idioma, pero sí supimos que eran diferentes, muy diferentes.

Delante de nosotros un grupo de hombres y mujeres nos miraban llenos de codicia, nunca hubiéramos podido imaginar que lo que todos ellos codiciaban era nuestra sangre.

Pero sobre todos, dos hombres, uno rubio y otro moreno, que parecía levemente más mayor que el primero.

Aren me abrazaba, y ellos sonreían. Supe que ellos eran nuestros amos porque los demás se apartaron cuando ellos caminaron hacia nosotros. Sentí sus ojos sobre nosotros, estaban complacidos.

Di un paso atrás y Aren me sujetó impidiéndome moverme y a la vez protegiéndome con su propio cuerpo.

En ese momento no lo entendimos, pero aquel gesto definió nuestro futuro. El hombre rubio se acercó a mí, acarició mi rostro. Yo odiaba que alguien me tocara a parte de Aren, pero no me atreví a moverme.

El otro solo miraba a mi hermano, habían decidido quién se quedaría con cada uno de nosotros.

Yo fui para Paris, Aren para Héctor.

Aquella fue la última vez que le vi siendo humano.


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Me han arrancado a mi compañero de los brazos y me siento terriblemente mal. Él solo me ha mirado y el miedo y la resignación en sus ojos me han dolido en el alma. No puedo perderle.

Me retuerzo entre los brazos de los dos inmortales que me sostienen.

Le dirijo una mirada desesperada a su hermano, Aren, él también parece mortificado.

El cabrón que está orquestando todo esto me mira, y le grito, sé que es un suicidio enfrentarme a este grupo, que mi instinto de supervivencia me insta a permanecer callado.

Pero mi compañero está indefenso, me da igual lo que haya hecho en su vida pasada, solo sé que le necesito, que le quiero. Está agarrado por cuatro inmortales, y dos más dispuestos a sujetarle si hiciera falta. Pero él no opone resistencia, y eso me destroza.

Necesito que luche, que se enfrente a todos, que vuelva a mis brazos, le necesito. Ya no hay ningún falso orquestamiento. Siempre he sido yo quien ha dependido de él, ambos lo sabemos.

—Por favor.—Y mi ruego no es a Héctor, ni a Aren, ni para ninguno de aquellos malditos.

Es a Daven a quien suplico.

—Por favor—repito, y parezco un crío que ha sido arrancado de los brazos de su madre, y no al revés.

Él me mira, su mirada es tan triste que la sonrisa que formula nunca llega a sus ojos.

—Te quiero—susurra.

Lo siguiente pasa tan rápido que no soy capaz de procesarlo hasta que ya todo ha terminado.

Los dos hombres y las dos mujeres que están ahora al lado de Héctor tan solo asienten con un pequeño gesto. Todos miran a Daven, emite un último suspiro resignado y deja caer sus ojos al suelo.

Aren ha caído sobre él, antes de que nadie se haya podido mover y clava sus comillos en su cuello, ese que tantas veces he lamido y besado. Daren se retuerce entre sus brazos, pero el movimiento es inútil, hasta que solo acaba abrazado a él. Su hermano le sostiene, en lo que podría ser un abrazo protector, pero le está drenando delante de todos.

La cabeza de mi compañero ha caído hacia un lado, inerte, y los labios teñidos de sangre se separan de su cuello. No lo suelta, le sigue abrazando.

No, no es posible. El grito que rompe el momento es mío. Él me mira, está llorando, amargamente. Estoy llorando, amargamente.

Sus ojos llenos de una tristeza y un dolor incomparable ya no son iguales. Ahora unos es verde y el otro, azul.

En sus brazos, Daven está muerto.

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