12. Simios

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Estaba amordazada de manos y con una bolsa de tela negra cubriendo mi cabeza, mientras avanzabamos en la camioneta del enemigo.

No tenía ni la más mínima idea de a dónde íbamos, pero por las personas que me acompañaban, sabía que terminaría en una bodega siendo torturada por el simple gusto de la jerarquía de familias narcotraficantes, a las que desafortunadamente pertenecía. A pesar de todo, el jefe de estos hombres no les había permitido que me tocaran, por lo que aún tenía el arma que me había dado Roman, escondida en la pretina de la parte trasera de mis pantalones.

Para ellos, como para todo el mundo, yo era la indefensa Alana Bucranio. Pero gracias Roman, una parte de mí ya no lo era.

Wes ya había abandonado cualquier rastro de actitud egocéntrica y burlona, sentía mucha lástima por él, escuchándolo actuar como un completo cobarde al dirigirse a Clemence como si fuera uno más de su montón de súbditos.

Por otro lado, Clemence demostraba una actitud calmada y al mismo tiempo, imponente. Sus hombres no preguntaban antes de actuar, ni se inmutaban al hacerlo, eran como perros amaestrados por el orden y la costumbre de la familia a la que pertenecían. No se parecían en nada a lo que siempre había presenciado en los Bucranio, en donde prevalecía más la lealtad antes que el mandato.

Los Utah eran como el nuevo modelo de narco negocio: el decreto de la mano con la lealtad.

Lloraba en silencio, manteniéndome al tanto de la conversación entre el traidor y el jefe.

— Fue muy fácil. — le dijo Wes. — Sólo tuve que mostrarle un poquito de cariño.

— La debilidad la sacó del padre. — ahora era el turno de Clemence para burlarse de Julian. — Te lo agradezco, Bucranio. Eres bastante... eficiente.

— Espero obtener lo que acordamos, señor Utah. — le dijo mi tío.

Wes Bucranio dirigiéndose a Clemence como señor.

Si Julian hubiera estado ahí, lo habría hecho pedazos.

— Por supuesto. — cantó el Utah menor. — Jamás dudes de mí.

Y eso fue lo último que Clemence Utah dijo antes que sus hombres me sacaran a empujones del auto. Alguien se encargó de recibirme, para ayudarme a bajar de la camioneta y de la misma forma, alguien más me impulsa para cruzar una puerta.

Me quitaron la bolsa en la cabeza y sin dejarme tomar un respiro, me colocaron una cinta sobre los labios. Paseé mi vista por todos lados buscando agún rastro de Roman, pero solo me topé con un montón de viejas cajas apiladas y basura metálica por doquier.

En ese momento, pude tener una mejor visión de Clemence. Elegante y limpio, pulcro y gracial.

Me solté del agarre de los hombres que me atajaban, con una fuerza corporal que no sabía que tenía. Su solo toque me provocaba náuseas y escalofríos incesantes, pero por suerte, ninguna lágrima.

— No quiero usar la fuerza. — me dijo Clemence con hipócrita dulzura, colocando un dedo bajo mi mentón para que lo mirara fijamente. Su voz era tan melodiosa y angelical, que fácilmente podría creerle y dejar de pelear. — No quiero usarla contigo, dulce Alana.

Sus enormes ojos azul glaciar me convencieron que no había necesidad de pelear. Al menos, no por ese momento, en el que me encontraba a mi suerte. Sin embargo, recordé que seguía teniendo la pistola.

— No voy a lastimarte, querida. — sonrió. — ¡Es más! ¡Te tengo una sorpresa! Ven, ven, sígueme. Te gustará.

Se adelantó, pero planté los pies al suelo para no obedecerlo cada vez que se le antojase. Sin embargo, no resistí tanto, porque un corpulento sujeto me empujó para avanzar.

Joya de Familia | bill skarsgård | (Wattys 2020)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora