4. Un simple chofer

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Cuando volvimos a casa, Roman y yo fuimos a abrigarnos con el fuego de la chimenea en el estudio de Julian.

Los nervios habían hecho que me bajara la presión del cuerpo y mi chofer creyó conveniente estar cerca de fuego natural, en lugar de la estúpida calefacción. La leña quebrándose era el único sonido en el ambiente, y las llamas eran la única luz que nos alumbraba.

Él fumaba un cigarrillo mientras tenía la mirada clavada en las chispas que brotaban del fuego, como si estuviera analizando el porqué de la combustión.

Yo me acurrucaba con una manta en el sillón principal detrás del prominente escritorio. 

Cuando Julian no estaba en casa, solía sentarme allí. El ridículo sentimiento de sentirlo cerca me hacía sentir contenta. El escritorio, además de periódicos dispersos, tenía varias de nuestras fotos familiares que yo me había encargado de poner en cuadros. 

Me mantenía en silencio sin poder dejar de llorar, pensando en desaparecer en mi propio charco de lágrimas.

Tenía mucho miedo y había dejado de sentirme segura en mi propia fortaleza.

Si esos hombres habían sido capaces de hacer un espectáculo en plena vía pública, eran capaces de cualquier cosa, como venir hasta aquí y asesinarnos.

El teléfono de Roman vibró, haciéndome saltar por estar hecha una manojo de nervios. Contestó sin dejar que timbrara más de dos veces.

—Si. –—dijo como un robot. — Aquí. Si... No... No. De acuerdo. Sí. Descuide. Adiós.

Cuando colgó, se puso de pie, lanzando el teléfono por encima del escritorio. Colocó las manos en la cintura, luciendo exasperado y luego volvió a sentarse, dejando la colilla de su cigarrillo en el cenicero.

— Era tu padre. — me informó. — Él me llamó para avisarme sobre la desaparición de la señorita Pavlovsky. Ahora ordena que nos quedemos aquí hoy, hasta que decida qué debemos hacer o a dónde debemos ir.

Lloré aún más.

Me preguntaba por qué mi padre no quería hablar conmigo. Al menos, debía hacerlo por compromiso. Aquellos hombres estuvieron cerca de secuestrarme. Además, Julian sabía perfectamente lo importante que era Svetlana para mí. Estaba muy segura que ellos se la habían llevado. ¡Y pude haber sido yo!

Maldije en voz alta, lanzando una patada al escritorio. Una de las fotografías cayó, demostrando en teoría, que mi familia no podía mantenerse estable.

— No llores Alana. — intentó consolarme el robotizado hombre. — La encontrarán. Estoy más que seguro.

Mil ideas se me vinieron a la cabeza de solo pensar que Svetlana estaba en peligro a manos de esos horribles sujetos. El arrepentimiento me abrumó de pronto, por no haber insistido en llevarla en nuestro auto. Y por no haberle dado, por lo menos, un último abrazo.

— ¿Por qué no me ha llamado a mí? — le pregunté seriamente.

Roman sabía que me refería a mi padre, y se limitó a mirarme con compasión. Tampoco respondió a mi pregunta. Quizás ya me habían lastimado mucho ese día, de diversas formas, y él quería ahorrarse la respuesta para no hacerme sufrir más.

No dejó de mirarme apenado y frustrado debajo de las pestañas durante el tiempo que me tomó comprender que mi padre no quería hablar conmigo sólo porque sí. Roman estaba respirando pesadamente, y a pesar de la distancia, yo podía sentir su furia interna.

Tomó entre sus enormes manos la fotografía que se había caído hace un momento. Era una de las más antiguas, en la que aparecíamos unos más jóvenes Samuel, Julian y Alana para la fiesta que solíamos dar para la Navidad. Solo Samuel estaba sonriendo. Físicamente, yo seguía luciendo igual que siempre, no había cambiado mucho. Y por su parte, mi padre no tenía el mechón de canas todavía.

Joya de Familia | bill skarsgård | (Wattys 2020)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora