11. Venganza

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¿Por qué? ¿Por qué a ellos? ¿No era bastante destruir mi vida como para destruir la de mis amigos? Eran lo único que tenía en el mundo.

Siete años atrás, un hombre con una vida perfecta mata a su hermano por salir, a escondidas suyas, con una novia a la que ya no quería y a la que pensaba dejar ese mismo día.

Siete años más tarde, ese hombre ve cómo su vida se desmorona. Su familia ya no le quiere. Sólo tiene dos amigos. Y ambos están muertos.

Ese hombre está solo. Encarcelado.

Está sólo, encarcelado. Y como un perro rabioso. Cabreado. Con un solo objetivo en la vida.

Venganza.

Nicola me había dicho que ese día iba a ser un gran día. No sabía que día era. Sólo sabía que me quedaban cinco días.

Como cualquier día en la cárcel, fue un día aburrido. Excepto por una cosa.

Tenía esperanza.

A fin de cuentas, que Nicola dijera que iba a ser un gran día sólo podía significar dos cosas. O iba a matarme y acabar con mi sufrimiento, o iba a liberarme e iba a dejar que me vengara.

Fuera lo que fuera, estaba ansioso por que ocurriese.

Llegó la hora de la comida. La verdad, no tenía apetito ninguno, pero John, que me había llevado la comida, me dijo que me lo comiera todo. ¿Era una coña, o es que terminarme la comida iba a tener premio?

No tenía ningún apetito, repito, así que se me ocurrió tirar la comida por el váter. Tal vez la gracia era que la comida tenía veneno, y me la tenía que comer para morirme y eso.

Por suerte, la gracia estaba al fondo de la bandeja. Con un rotulador de estos indelebles, estaba escrito lo siguiente:

“Hoy, a las seis, la puerta de tu celda se va a abrir sola. No te asustes, hagas nada raro, ni llames a ningún guardia. Ve directo a la sala de visitas de siempre. Evita que te vean, pero si no vas por ningún sitio raro, nadie te verá”.

Conque otra visita. Eso de decirme la hora era un poco estúpido, pues al fin y al cabo no tenía reloj.

Esperé ansioso hasta que la puerta se abrió. En ese rato, escuché muchos gritos, vi a guardias correr, y la cosa llegó a tal punto que me dejaron solo. Algo raro pasaba.

Supongo que de manera puntual, la puerta se abrió. Dado que la rabia anulaba mi miedo, salí dispuesto por el camino que habría recorrido con un guardia. Supongo que a eso se refería Nicola con normal.

Llegué a la sala de visitas, y le vi sosteniendo una pistola con la mano derecha. Me sonrió.

-Esa sinfonía de gritos y disparos que oyes, eso, se llama motín. Qué pena que no vayas a estar aquí para verlo.

Me apuntó con el arma y, la verdad, no temí por mi vida. Pero no oí ningún disparo.

-Vamos, ¿a qué esperas? ¡Cógela!

Así que lo que hacía era darme el arma. A no ser que quisiera que nos retáramos a un duelo a lo viejo western, lo que Nicola me ofrecía era la libertad.

Al no haber guardias, salimos por la puerta que daba a la entrada de la cárcel.

En la entrada vi a Sarah. Parecía estar esperando a la policía o algo así

-¿Qué hac…?-Sarah nunca terminó su pregunta. Con una segunda pistola, Nicola disparó en el entrecejo. Como diría Freddie Mercury, Another one bites the dust.

-Y ahora, ahí tienes, libertad. Te acabo de dar una segunda oportunidad. Y te juro que como la vuelvas a malgastar, te mato. Dos strikes, y fuera.

Asentí. Me dirigí a la puerta, pero Nicola me detuvo.

-Cuando lo hayas hecho, mándame una foto-me dio un viejo móvil. Al menos ése sabría manejarlo-. Mi número es el único que hay en la agenda.

Ahora sí, me dirigí a la puerta, y la crucé. En aquella noche, en mi tercera noche en el infierno, iba a terminar mi misión. No sabía qué iba a pasar después, pero daba igual.

Venganza.

Cogí el primer coche que vi aparcado, rompí la ventanilla, le hice un puente (ese tipo de cosas que te enseñan en la CIA) y me dirigí a Denver. Llevaba siete años sin conducir y, la verdad, me notaba algo torpe. Pero cumplí mi función. Llegué a Denver sano y salvo.

En un instante de lucidez, decidí pasarme por casa de Mike para hacer tres cosas. Recoger algo de ropa (llamaría menos la atención), conseguir dinero (por si salía vivo, tener algo con lo que vivir) y, lo más importante, asegurarme de que Mike estaba muerto.

Efectivamente, el coche ya no estaba, y la casa estaba tal y como la había dejado antes de que me detuvieran. Mike estaba totalmente muerto.

Me cambié de ropa y recogí todo el dinero que pude, así como todas las tarjetas. Yo me sabía el pin de Mike, y Mike el mío. Para las emergencias.

Teniendo claro que ni Mike ni Pauline estaban vivos, la venganza sería más sencilla. Para llegar a casa de mis padres, tenía que pasar por el  Cheesman Park.

La casa de Mike, Cheesman Park… Aquello parecía una despedida. Supongo que, después de aquello, iba a dejar Denver. O bien iba a estar muerto, o bien me iba a mudar.

Era mi último paseo por Denver.

Y ni siquiera pude disfrutarlo. La venganza era lo único en lo que podía pensar.

Llegué a la casa de mis padres. Una enorme casa, de tres plantas, con un gran jardín. Saltar las vallas no fue ningún problema.

“¿Es esto lo que quieres?” pensé en un momento de lucidez. Las luces de la casa estaban encendidas, y yo me disponía a tirar la puerta abajo. Me disponía a matar a mi padre.

“¿Cuándo he hecho lo que he querido?” me contesté. No, yo no quería matar a mi padre. Pero, la venganza me decía que era lo justo, ¿no?

Tiré la puerta abajo. Escuché el grito de mi madre. Me dirigí al comedor. Mi madre, en la puerta, intentó detenerme.

Disparé.

Cerré los ojos. No quería verlo. Pero mi yo que exigía venganza los abrió.

Mi padre estaba acobardado, en una esquina. Sin uniforme ni armas no era tan valiente. Le apunté.

-¿En serio lo vas a hacer Joel? ¿En serio vas a matar a tu padre?

Me puse a llorar. La situación me podía. Pero mis padres me habían enseñado a que uno ha de acabar lo que empieza.

-Tú… Tú ya no eres mi padre.

Disparé.

Diario De Un (Probable) PsicópataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora