hαlf α pσund σf tuppєnnч rícє
hαlf α pσund σf trєαclє,
thαt's thє wαч thє mσnєч gσєs
pσp gσєs thє wєαsєl!
Alice había cometido muchos errores en su vida, sí, pero el más terrible y magnífico de ellos, se consumó una vez cruzó el umbral de aquella...
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El pestilente hedor de la carne putrefacta se respiraba en el aire. Hacía frío, mucho frío y el suelo de madera sobre el que Alice había recobrado consciencia estaba sucio y encharcado. A los lados de la sala un grupo de personas, todas encadenadas, hambrientas y maltratadas, se revolvían en sus lamentos y lloraban por la desesperación; otras simplemente habían enmudecido para siempre. Habían niños, mujeres, hombres, ancianos...el terror no discriminaba a nadie; todos y cada uno de nosotros acabaremos sucumbiendo ante sus garras y regresaremos a él como un viejo amigo. En ese inhumano ambiente Alice despertó acompañada de un sonoro chillido. Tardó un tiempo en adecuarse a la escasa luz que, lo que parecía ser un cobertizo, permitía pasar.
Rápidamente los recuerdos de unas horas atrás la asaltaron; la persecución del asesino del bosque, la cabaña entre los árboles, la presentación de Jeff the Killer y más tarde su traición...Sí, costarían más de una botella de cristal en su nuca para que pudiese olvidar todo lo que había soportado.
A pesar de estar despierta, sus músculos y articulaciones no estaban por la labor de funcionar, y permaneció sentada mientras se tomaba un tiempo para inspeccionar el lugar. Alice se había querido convencer que la llegada de Laughing Jack a su vida le había privado de volver a sorprenderse o sentir más miedo del que ya había pasado, pero se equivocaba.
Miró su brazo de porcelana, quebrado por el filo del cuchillo de Jeff the Killer, como el mundo conocía al asesino, aunque ella prefería Jeffrey Woods. Era más humano, más mortal; y lo que ella necesitaba era poder aferrarse a ese pedacito de humanidad que creía vivo en él. Así se mostraban las cartas cuando lo habías perdido todo.
Escondió la cabeza entre sus piernas y comenzó a balancearse de un lado a otro, tarareando en susurros una canción de cuna que su abuela le cantaba antes de dormirse para protegerla de los monstruos de debajo de la cama. «Si cierras los ojos—solía decir— y cuentas hasta diez, todos los monstruos se irán y no tendrás más pesadillas» Lo que su querida abuela no sabía era que los verdaderos monstruos no estaban debajo de su cama o dentro del armario, estaban con ella, en su cabeza, todo el tiempo, esperando el momento para hacerla desaparecer.
Aún así, con voz temblorosa, invocó al número uno, al número dos, al tres...cuatro...cinco..seis...siete...ocho...nueve...
—Contar no te servirá de nada.
La figura de lo que parecía ser un chico la observaba fijamente desde una esquina de la habitación. Al obtener la atención de Alice mostró una hilera de dientes afilados en una sonrisa lobuna y se incorporó para acabar con la distancia. La chica, aterrada y consciente de su avance, obligó a sus piernas a impulsarla hacia atrás para retroceder y no ser alcanzada. El chico, que aparentaba unos veinticinco años, sin embargo, ignoró su evidente pánico y una vez que la espalda de Alice chocó contra la pared mohosa se agachó para estar a su altura, ignorando el concepto de espacio personal.