11| LAS DOCE

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Corina, o lo que queda de ella, se desparrama en el asiento junto con su maltratado honor

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Corina, o lo que queda de ella, se desparrama en el asiento junto con su maltratado honor.

Después de la intensa confesión, ambas me miran, recordándome que yo también estoy ahí y esto no es una función de teatro en donde se puede pagar por ver mechones de cabello en el suelo.

—...Eeh, yo soy inocente. Mátense entre ustedes. —Es lo único que se me ocurre pronunciar.

La malévola sonrisa de la jefa es similar a la del maestro de los volturi, Aro.

—¿En verdad puedo? —Demanda, dejando indicios de su ansiedad—. ¿Puedooo? —Agarra el moño que adorna el cuello de su subordinada y lo arrastra hacia ella, provocándole un jalón. Con sus bestiales manotas sí la creo capaz de estrangularla.

No tiene una pizca de compasión. Se toma a pecho mi comentario.

Corina se pone morada de la impresión.

—Oye, t-tú... —No sabe mi nombre todavía—. ¡Ayúdame! —La sádica de su patrona se ensaña con ella, haciéndome paniquear.

La chica que hasta hace un momento me hacía el feo está a punto de clavarle su lapicero. Empuña con intenciones de apuñalarla en mi presencia, parece Chucky.

—¡DANTHUR! —La reprendo, haciéndola voltear— ¡Ya basta!

Ella parece reaccionar con lentitud. Le sorprende que le regañe.

—¡Ya compórtate! ¡No quiero escándalos! Date cuenta de que no estamos solos. —Me froto la sien, simulando gran estrés. Ellas se separan y me observan—. No se queden ahí, necesito una aspirina. —Danthur repara mi actuación, lleva consigo un dilema y se evidencia en su marcha— ¡Pero ya! —ordeno, haciéndola correr.

Me quedo con la sombra de lo que era la recepcionista. Además de su destruido orgullo, su uniforme y peinado han sido historia.

A pesar de eso, ella se vuelve a engrandecer y no me determina sumiéndose en su computadora. Pretende que se me olvide todo.

Por ende, accidentalmente le desenchufo el cable que conecta todo el equipo.

—¿Pero qué...? ¿Qué se supone que haces? —recrimina desconcertada—. Oye, ¡deja eso!

—¿Cuándo pensabas decirme que yo era el dueño de todo? —Pesco su interés con el cableado de rehén.

—Precisamente porque tomarías esa actitud, nunca —relincha.

—Deja de justificarte —sugiero de mal humor—. Soy tan imbécil que hasta te iba a pagar los gastos antes de irme.

—Pero si eso no te hace imbécil...

—¿No? A ver, ¿entonces qué?

—Te hace menos negro —asegura con frescura.

—Eres una basura —arremeto oralmente en su contra—. No pienso seguir perdiendo mi tiempo con una insignificante y endeudada como tú.

Amor Sublime © |Libro I| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora