CAPITULO 1

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Portugal, 1400.

Uno de los puertos más importantes de Europa. Personas de todas partes del mundo llegaban buscando fortuna, prosperidad y riquezas, griegos, fenicios, musulmanes, judíos, rumanos, húngaros, pero los más acaudalados y los que abarcaron con más facilidad los comercios fueron los romanos, esos que como su sangre les dictaba, llegaron a conquistar. Entre ellos estaba el más estratega de todos, su nombre era Antonio Iustus.

Al momento de tocar puerto hiso excelente uso de su dinero y se convirtió en el mejor comerciante de todo cuanto se podía vender, especias, telas, maderas, joyas, todo lo que le significara ganancias. Así en pocos años se coloco como el mejor partido no solo del puerto, sino de todo Portugal. Poco tardo en casarse con la mujer más hermosa que encontró, su nombre era Lucrecia Samaras, la hija única de una familia griega, que al igual que Antonio llegaron con mucho dinero en los bolsillos y lo invirtieron de la manera correcta, los padres de Lucrecia al principio estaban dudosos de dar la mano de su única hija a un romano, pero al recibir la propuesta de las cinco mil piezas de plata, todas las dudas se disolvieron.

Lucrecia y Antonio se casaron con todo el lujo y la bastedad que se esperaba de una boda romana y fueron mucho más felices de lo que se pudieran imaginar. Al sexto mes de su matrimonio, anunciaron que esperaban a su primogénito y el puerto entero se regocijo ante la grata noticia.

Al octavo mes nació Catalina, muchos conocidos de la casa de Antonio y de la familia de Lucrecia esperaban que el padre se decepcionara ante la noticia de que había nacido una niña y no un varón, pero como buen romano, el bien sabia que las mujeres son tan o quizá más temibles, estrategas y frías que los hombres, así que su amor por Catalina fue infinito y día a día este se incrementaba.

A medida que el amor de Antonio, por su hija Catalina crecía, también lo hacia la amargura y el recelo de Lucrecia, ya que desde el momento en que Catalina nació, Lucrecia paso a segundo plano en el corazón de Antonio, el cual pasaba noches enteras en la habitación de su hija con ella en los brazos contándole historias de la gran roma y de lo valiosa que era la sangre que corría por sus venas, le contaba que ellos eran descendientes de grandes gobernantes y que poseían la sangre y el coraje del gran Cesar Augusto y de otros tantos. A Lucrecia le molestaba la manera en que su esposo criaba a su hija, pero él la ignoraba y no la dejaba intervenir en nada referente a Catalina.

Con los años Catalina se convirtió en una hermosa señorita y Antonio jamás quitaba sus ojos de ella, a donde fuera el padre iría la hija; mientras Lucrecia pasaba los días enteros refugiada en la capilla que su marido, al comienzo de su matrimonio, le había mandado construir como regalo de bodas.

Catalina, a sus 13 años, ya era toda una dama, instruida hasta el mínimo detalle por su padre, refinada, educada, diestra en los negocios, de porte y andar imponente y siempre del brazo de su amado padre.

Ocho semanas antes de la celebración del cumpleaños número 14 de Catalina, Antonio ya estaba enviando las invitaciones a todo aquel que él consideraba digno de tal evento y por supuesto a las familias que tenían hijos dignos de ser pretendientes de su hija. Entre las invitaciones había unas cuantas que él insistió en entregarlas en persona, las que eran para las familias más acaudaladas y para esto requería la compañía de su esposa.

­—¡Querida, arréglate! —Dijo Antonia a su mujer al entrar a su habitación, mientras que esta estaba sentada frente al espejo acomodando hasta el último cabello de su peinado. —Quiero que me acompañes a casa de Kari Petrescu.

—¿Dime por favor que no invitaras a esos zíngaros?

Dijo girando hacia donde estaba su marido y sin disimular su vasta indignación.

Pasión y VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora