Cuando bajé las escaleras a la mañana siguiente, estoy seguro que floté por los escalones, perdido en recuerdos tuyos, pensando en cómo había sido difícil separarme de ti y volver a casa. Cuando llegué a casa, ya era de noche, pero a mi madre y mi padre no les importó.La confianza es una cosa divertida.
—¡Hey! Justo a tiempo para ayudarme a cocinar —dijo mi padre cuando mis pies descalzos tocaron el suelo.
Por una fracción de segundo había olvidado que era sábado, olvidando la tradición del suculento desayuno de la mañana del fin de semana.
—Oh, genial —dije, guiñando para alejar los recuerdos de ti y caminando a la cocina, donde mi padre estaba inclinado, haciendo rodar la cesta de verduras.
—Puedes cortar los pimientos. Vamos a hacer huevos escalfados—dijo, sin levantar la vista.
—Genial.
Fui a lavarme las manos. Después de secarlas con una toalla de papel, fui a la pequeña isla central, donde el granito brillaba sobre las luces elegantes.
El ambiente era diferente del que tuve contigo anoche. Era embarazoso, pero carecía de la calidez que sentía estando en tú pequeña cocina, mirando tus manos hábiles preparando la cena. Aquí, todo se veía hermoso y brillante y perfecto, como yo debería ser.
Tomé uno de los cuchillos pequeños Ginsu de mi padre y empecé a cortar los pimientos en tiras finas, como le gustaba. Me tocó el brazo al poner la cebolla en el mostrador, dio media vuelta y desapareció en la gran despensa en la esquina de la cocina.
Me volví y miré, pero sólo vi una sombra detrás de la puerta de cristal esmerilado.
Salió de allí con un saco lleno de patatas, lo puso sobre el mostrador y se volvió para tomar otra tabla de cortar y un tazón grande. Ese era mi padre siendo el mismo: un constante borrón en movimiento, como para compensar la carrera estancada.
—¿Cómo son las clases? —Preguntó, yendo al fregadero para lavar las primeras patatas.
—Bueno. Creo que tomé A en todo hasta ahora —respondí, con una sensación familiar tomando poder sobre mí.
Notas. Notas A. Todas las expectativas de siempre. Era curioso cómo me sentía tan diferente, pero todavía él no lo veía.
—Ese es mi chico —dijo, volviendo al mostrador—. ¿Cómo son tus profesores? ¿Te gustan?
El cuchillo resbaló y alejé la mano justo a tiempo.
—Vaya, cuidado —advirtió él, inclinándose para mirar mi dedo—. Estos cuchillos no son ninguna broma.
Había llegado muy cerca de la verdad.
—Sí, lo siento. Se deslizó. —Tomé el pimiento rojo que estaba picando—. Los profesores son buenos. El de Inglés es un poco aburrido, pero el de biología es agradable —respondí, optando por la verdad.
Eres genial. Mucho más que genial.
—¿Ah, sí? ¿Qué estás estudiando en biología ahora?
Jungkook, quería decir. Pasaba todo el tiempo de la clase estudiándote. Pero creo que mi padre no le gustaría la respuesta.
—En primer lugar hablamos de composición celular, luego genética, y ahora vamos a la evolución. Acabamos de hacer la primera prueba.
—Oh... —Me miró, y sus manos estaban inmóviles—. ¿Cómo fue?
En ese momento, esa mirada, que decía: No me decepciones, Jimin. No termines como yo, muriéndote como profesor de educación física de un pueblo pequeño. Tuve grandes planes. Sería alguien en la vida. Y ahora, mírame.
—Saqué A —dije, sintiéndome un poco raro.
No saqué esa A. Me la diste. Pero mi padre no necesitaba saberlo, ¿cierto?
—Felicitaciones. Un poco más de esfuerzo y conviertes eso en una A.
Y ahí estaba él, exigiendo, exigiendo, exigiendo como siempre.
—Sí, tal vez.
En ese momento, quería decir: "¡Bueno, adivina! ¡De hecho, saqué una mala nota! ¿Qué te parece ESO?”
Pero se dejó crecer el silencio, y él acabó cortando las patatas. Luego las arrojó en una sartén caliente con un poco de aceite y comenzó a agitarlas. Las patatas crepitaban en el calor.
—¿Sabes lo que deberíamos hacer? —Preguntó abruptamente.
—¿Qué?
Conteniendo las lágrimas causadas por picar la cebolla, la lancé en la sartén.
—Vamos al laberinto de maíz.
—¿Eh? ¿Qué?
¿Laberinto de maíz? ¿De qué demonios estaba hablando?
—El laberinto de maíz. ¿Recuerdas, el que está en Thomasson?
—Creo que no voy allá desde que tenía doce años.
—Sí, ¿pero no fue divertido?
Miré a mi padre y me di cuenta de que hablaba en serio. Sus ojos brillaban como los de un niño que acaba de ganar un cachorro de regalo de Navidad.
—Bueno, lo fue, pero yo tenía doce años.
—¿Oh, Jimin esta demasiado viejo para ser visto en un laberinto de maíz con su padre?
Me sonrió de una manera que también me hizo sonreír, aún sin intención. De una manera que me hizo decir:
—Muy bien, vamos.
Incluso antes de que mi cerebro se diera cuenta de que estaba entusiasmado con la idea.