Aún en otoño, la carretera Green Valley era exuberante y linda, rodeado por ambos lados de pastos verdes y cedros. Las vacas estaban salpicadas por los campos, y a cada curva que hacía, mansiones sofisticadas aparecían tras hermosas puertas de hierro. Atravesé un puente en el río Green, las aguas corrían por debajo de mí, y seguí por la carretera sinuosa de doble sentido.Pero, finalmente, cuando los nudillos de mis dedos estaban casi blancos en el volante y mis nervios habían hecho un lío en mi estómago, disminuí la velocidad y tomé una carretera pavimentada.
Tu dirección estaba enganchada con una estaca donde había una vieja puerta de cobre abierta de par en par. Entonces, giré el coche, seguí el camino hasta donde se encontraba un chalet minúsculo, parcialmente escondido por enormes rododendros.
Tu camioneta roja estaba aparcada a un lado, entonces supe que había llegado al lugar correcto. Cuando aparqué el coche, no pude parar de mirar. Me sentí feliz porque la casa estuviera lejos de la carretera de aquella forma y por haber un solo vecino de verdad, en la parte donde la entrada de la casa llegaba a la carretera Green Valley. Parecía que habíamos encontrado un paraíso particular, un lugar donde podíamos ser nosotros mismos, exactamente como en lo alto de High Rock. Un lugar donde podíamos ser apenas unos chicos.
Antes de salir, cerré la chaqueta de lana para protegerme del aire frío de otoño. Fue difícil no balancear un poco las caderas mientras caminaba hasta tu casa, esperando que mis pantalones vaqueros ajustados y nuevos me quedaran tan bien como los de Kat. Aquel día hice rizos en mi cabello, y caían en mi frente de una forma que me hacía sentir más viejo, listo para ti y para lo que fuera que hubiese detrás de tu puerta.
Subí el escalón y extendí mi mano para tocar, pero la puerta se abrió, el movimiento hizo volar mi cabello. Me quedé paralizado por un segundo, sintiéndome tonto, y bajé la mano.
—Ah, hola —dije.
—Hola. Entra —respondiste, dando un paso al lado mientras señalabas para dentro.
Miraste para fuera, y por una milésima de segundo me sentí irritado, porque no paraba de preguntarme si estabas verificando si alguien me había visto. Pero me di cuenta de que estaba siendo idiota. Las personas no podían vernos juntos de verdad, y, además de todo eso, ni siquiera miraste bien. Era apenas yo siendo paranoico, demasiado sensible.
—Vamos a hacer un tour por la casa —dijiste cuando te enfrenté.
Estabas increíble ese día, parecías más relajado. Estabas descalzo, en vaqueros y con un jersey viejo que parecía calentito. Tu cabello estaba al natural, cayendo sobre los ojos de una forma que tu apariencia se hacía más misteriosa y sexy.
—Buena idea.
—No te emociones demasiado. Es una casa de una sola habitación, así que el paseo va a ser corto —me diste aquella sonrisa torcida y encantadora—. De todas formas, esto es el salón principal—continuaste, señalando los espacios después de la entrada—. Cuidado para no perderte.
Di una risotada y sentí un poco de la tensión en mis miembros deshacerse.
Un piso de madera conducía al salón, modestamente amueblado con un sofá de cuero marrón de apariencia cómoda y una pequeña TV de pantalla plana en un aparador antiguo. En la esquina, Voldemort estaba tirado en una blanda cama de perro, roncando bajito. Un cuadro grande de naturaleza muerta —un cuenco de naranjas— estaba colgado en la pared. La pintura contrastaba de forma sorprendente con la mezcla eclética de sus muebles de soltero.
—Fue mi madre quien lo pintó —dijiste al darte cuenta de que lo estaba mirando.
—Ah, ¿ella es pintora? —Así como las palabras salieron de mi boca quise tragarlas de vuelta.