Me congelé en el camino que había entre la puerta y la cama, de camino al lugar al que sabía que estábamos yendo. Cada gota de mi sangre desapareció del cuerpo cuando desplegaste la hoja y tus ojos recorrieron las palabras de aquel pedazo de papel idiota, idiota.Quería saltar sobre ti, arrancar ese papel de tus manos e inventar una explicación que entendieses.
Temblaste ligeramente cuando terminaste de leer la hoja, y luego te quedaste inmóvil, y tu respiración se hizo pesada mientras tus dedos se endurecieron y apretaron el papel tan duramente que tus nudillos se quedaron blancos. Al principio no me miraste, pero sabías que estaba ahí parado, esperando.
Temiendo, recelando, colapsando.
—¿Por qué? —Fue todo lo que dijiste, con el rostro ceniciento y pálido, perdiendo el control.
—Yo...
Y con esa pequeña palabra, mi voz falló, como la fisura que se abrió en mi corazón. Tú continuabas sin mirarme, y continuaste contemplado el papel, sin pestañear.
—¿Por. Qué. Tienes. Esto?
Entonces te levantaste y atravesaste la habitación en un instante, quedándote tan cerca de mí, que me obligaste a levantar la cabeza para mirarte. Y cuando vi el miedo y la ira hirviendo en tus ojos se me hizo imposible respirar, y mucho menos hablar, y yo supe qué pensamientos pasaron por tu cabeza, que todo lo que sabías sobre mí estaba siendo reorganizado, que estabas creando una imagen completamente nueva.
Bajaste la barbilla un poco, hasta que nuestras narices casi se tocaron, y me miraste a los ojos con tal intensidad que di un paso atrás.
—¿Por qué? —Tu pregunta fue un gruñido.
Tú sabías por qué. Tenías que saberlo. Sólo había una razón para que un chico tuviese un boletín informativo de la escuela secundaria, que saqué del buzón de correos y metí en mi mochila sin prestar atención. Todos los profesores de la universidad sabían del Running Start y que un pequeño porcentaje de estudiantes podría ser de la escuela secundaria. Es probable que te lo hayan mencionado antes como de pasada, en medio de conversaciones sobre presupuestos, edificios y horarios obligatorios de clase, y jamás volviste a pensar en el asunto.
Mientras me mirabas, aquellas mil piezas del rompecabezas encajaron en su lugar y finalmente viste la imagen que de alguna manera habías dejado pasar. En ese momento yo quería desesperadamente tener otra razón, quería mentir, cerrar la grieta gigante que se abría ante nuestros pies y que nos alejaba. La hermosa visión que había tenido de nosotros dos juntos sobreviviendo durante los próximos dos años cayó en el océano que nos separaba.
—Porque todavía estoy en la escuela secundaria —susurré, cerrando los ojos y preparándome.
Para qué, no lo sé. No esperaba que me golpeases o empujases, pero necesitaba prepararme para el impacto de la verdad.
—¿Cuántos años tienes?
Las palabras salieron tan bajas y guturales, tan arrastradas, que decirlas debió ser doloroso.
Tomé una respiración profunda cuando la presa que contenía mi mentira finalmente se rompió y la inminente ola la llevó.
—Dieciséis —susurré aún con los ojos cerrados y sin poder mirarte.
Sin poder enfrentar la verdad de lo que había hecho.
La puerta se abrió con violencia y golpeó la pared con un estruendo tan fuerte que salté, y abrí los ojos porque no te había oído cruzar y salir de la habitación. Pero cuando miré en tu dirección, sólo vi aire muerto, vacío.