El héroe y el monstruo.
Víctima y verdugo.
Un joven hombre deberá enfrentarse a una tarea imposible a los ojos de los demás mortales. La mujer mas bella condenada por ser una simple víctima, además de generar la envidia de su diosa. El destino los u...
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Atenas, Península de Ática
Justo en una pequeña y hermosa casa al este del centro de la gran polis se encontraba vistiéndose una hermosa mujer. Cabello largo y liso de un color negro como la misma noche, hermosos ojos de color verdusco y un cuerpo de reloj de arena perfecto y con proporciones hermosas era lo que veía en el pequeño espejo de sus aposentos. Era la sacerdotisa del templo de Atenea, Medusa.
Miro a su ventana localizada a su izquierda y en esos instantes en la víspera de la mañana supo que era el momento de ir a servir en el templo. Se vistió con su habitual pero limpio peplo, se arregló su sedoso cabello y partió rumbo por las calles circundadas por los habitantes de la polis.
Todos sin excepción la conocían. No había ninguna persona que no la mirara con asombro, respeto...o deseo. Cada hombre que vivía cerca había fantaseado con tenerla para ellos. Mientras Medusa pasaba por la calle, vio como un hombre se acercaba un tanto nervioso pero con porte vigoroso. Era de una estatura un poco más alta que la sacerdotisa y tenía un peculiar cabello desordenado de color negro. Llevaba un consigo una canasta de pan recién horneado.
― Oh mi bella damisela, ―dijo ganando su atención― ¿no le molestaría un poco de pan?
Medusa se le quedo mirando con una ligera sonrisa. Sabía que no había desayunado, por lo que tomo la decisión de comprar un trozo.
―Muchas gracias, Calgero. Me salvaste de una mañana con el estómago vació.―dijo sacando un par de dracmas que tenía guardados.
― No mi señora.―dijo deteniéndola― Me gustaría regalárselo.
―Pero...no sería justo. Cada hombre y mujer debe pagar la comida con el esfuerzo propio. Por favor, acepte los dracmas.
―Está bien.―terminó aceptando el vendedor―Debo decir que es usted muy considerada y justa, tanto como lo es su belleza, mi señora.
―Gracias. Pero ya te he pedido que me llames Medusa.
―Como no llamarte con respeto. Ser una mujer de su porte y rectitud merece ser el ejemplo de muchos, señora Medusa. ¡De no ser así, no me llamaría Calgero y que Zeus me parta con un trueno!―dijo nervioso dejando libre el camino para la joven.
Medusa agradeció el gesto y retomo su camino mientras aún el vendedor la miraba anonadado. El menear de sus caderas y la belleza de aquellos pómulos le alegraban cada mañana cuando la veía pasar. Sin embargo, Calgero bien sabía que ella nunca se fijaría en personas como él.
Estaba prohibida de todo deseo carnal.
Siguió caminando un poco más a prisa sabiendo que llegaba un poco tarde pero de repente vio a un señor extraño cruzándose de forma tambaleante en su camino. Era alto, tenía una musculatura bien definida y llevaba un jarrón de lo que le pareció identificar como vino. Medusa supo que era aquel atleta que siempre andaba con muchas mujeres cada día debido a su gran reputación como campeón olímpico. Sin embargo, aquel hombre siempre la hostigaba para tener una noche apasionante con él.