Hannibal, ya despierto desde muy temprano con un solo propósito.
Hornear una tarta.
Su trabajo en armarla fue muy arduo, quería que se viera tan bien como a los que sabía. Frutos del bosque, la exquisitez en todo su esplendor.
La cocina era tan cálida por el calor del horno cobijando la fría mañana del Doctor Lecter inundando sus fosas con el olor dulce que se desprendía de aquel magnífico artefacto. Sin duda alguna, la cocina era su pasión. Hacía todo con tanta delicadeza solo para complacer a su exquisito paladar.
Lecter era tan fino. Quería hasta el más mínimo detalle muy prolijo, aún si llevaba un pañuelo en el bolsillo de traje procuraba que este no posea ninguna arruga. Siempre usando una loción que concordase con su apariencia. No como las espantosas de otros hombres que hacían el ademán de ser elegantes y llevaban una loción escandalosa con olor a desinfectante. Totalmente desagrable.
Pero el verdadero propósito de todo esto, era compartir con el joven Graham su arte. Era bastante obvio que le gustaría.
Ir a visitarlo sería algo descortés que esperaba se lo perdone, era eso o invitarlo a su casa, aún más descortés. Tenía que entregarle el abrigo que olvidó ayer, tal vez era su favorito o el único que tuviese. Era una opción ya que estaba tan cargado del olor dulce de Graham.
Con mucho cuidado cubrió la tarta para que no pierda su temperatura y la emplató en un contenedor de losa para llevarlo a su destino. Es tan estaba vestido, con su toque característico.
Cruzo el parque llevándose consigo el olor del invierno y el fuerte viento que corría acariciando su rostro. Todo fue tan rápido que estuvo frente a la fachada de la casa de Graham.
Pero Hannibal pareció olvidarlo, no tenía ni la menor idea del piso en el que vivía aquel joven. No tuvo mejor opción que tocar el timbre que indicaba el piso de estancia de la dueña de aquel edificio.
Su espera no fue larga, no fue al instante, pero fueron tan solo menos de dos minutos cuando la voz de una señora tal vez casi ya de la tercera edad resonando en su oídos.
–¿Si? –habló la señora por el intercomunicador.
–Buenos días, disculpe la molestía. Soy el Dr. Hannibal Lecter, uno de mis pacientes vive aquí pero no sabría muy bien cuál de todos es su apartamento. Le suena... ¿Will Graham? –mintió obviamente, no era ninguno de sus pacientes.
–¡Ah! William –una sonrisa de dibujo en los labios de Lecter, no le había dicho su nombre en sí– No es ninguna molestía, él vive en el 403. ¿Gusta que le abra la puerta? – sin duda la señora se mostraba amable.
–Por supuesto, tenga buen día.
El estruendoso sonido de la puerta eléctrica se hizo presente confirmando su apertura. Se abrió paso cerrando con su zapato la puerta sin hacer mucho ruido. La losas eran de madera destilando un olor que susurraba "hogar" haciéndole recordar tristemente a su hermana Mischa.
Subió las escaleras siendo cuidadoso de no caerse y apretando bajo su brazo contra su cuerpo el abrigo del menor.
Ya en el cuarto piso divisó los números encontrándose con el 403 caminando ansioso. Se paró en frente de la puerta y dió tres toques con sus nudillos que les parecieron suficientes. Escucho pasos apresurados de alguien descalzo y abrieron a ese instante la puerta.
Ante sus ojos apareció el joven de ojos azules luciendo adormilado con los cabellos un tanto desordenados. Aquellas esmeraldas cruzaron con los ojos del doctor y la vergüenza se apoderó de su rostro de un color carmesí. Abrió más la puerta y se ocultó tras de ella dejando que el Doctor Lecter se aproximara a la cocina a dejar la tarta. Olía a limpio, todo estaba bien ordenado y algunos productos en la barra con la etiqueta hacia en frente.