Capítulo 3.2- El frío invernal

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Francis abrió la puerta a la señora Allen y se marchó como si no hubiera pasado nada. Ella solo consiguió ver como los zapatos sucios de la alimaña se alejaban. 

—¡Lady Rosalie! —El ama de llaves se tiró encima de su cuerpo con el gesto compungido y los ojos verdes llorosos.— ¿Qué le ha hecho ese hombre? Oh, mi querida señorita —se lamentó, tratando de levantarla del suelo.  

Pero ella se resistió. No quería ponerse en pie porque estaba demasiado avergonzada, enfadada y congelada. Sentía un agujero infinito en el pecho por donde se le colaba la oscuridad del universo y la frialdad del mundo. 

—Por favor, tiene que levantarse —insistió la señora Allen, cogiéndola por los hombros desnudos. 

Cubriéndose el pecho, obedeció y levantó la mirada lentamente hasta cruzarse con la de su empleada. Fue entonces cuando empezó a llorar. Sus ojos de gacela amenazaron con inundar la casa y mientras lloraba y lloraba, su fiel y atenta señora Allen le quitó la ropa rota, la lavó, la peinó y le hizo masajes en los pies con el fin de apaciguar su inquietud. Pero ni siquiera el té de melisa consiguió rebajar su nivel de ansiedad. Había pecado de ser buena, si es que ser bueno era un pecado. Y había caído en las redes de los monstruos como una estúpida. 

—Rápido, prepare a los niños. Que nadie duerma esta noche, nos vamos —actuó con presteza, apartándose de los aceites de lavanda y vistiéndose a toda prisa. 

—¡Milady! Es de noche, ¿a dónde va a ir? 

—Iremos a la casa del párroco. Él nos ayudará —resolvió, cubriéndose con una capa oscura—. No sabes de lo que es capaz Francis, no sabes todo lo que me ha hecho y dicho. Debemos irnos de inmediato. Me han engañado, señora Allen. ¿Cómo he podido pensar que me dejarían ir sin más? ¡Quieren mi dote! ¡Quieren mis tierras! Y  quieren lavar su nombre con el mío. No tienen suficiente con el ducado porque mi padre me legó bienes por un valor superior a aquello que está vinculado con el título. Me obligarán a casarme con Francis y lo harán cueste lo que cueste. ¿Cómo no he podido verlo antes? Querían hacerme creer que era yo la que dependía de ellos. Querían que yo fuera tan tonta como para pensar que me estaban haciendo un favor. El interés de mi tío Jack para estar aquí no es que su estúpido hijo se establezca, sino asegurarse de que yo no me vaya. ¿Lo entiendes? Él puede ser el administrador de mis bienes, pero no podrá usarlos hasta que me case. 

La señora Allen no necesitó más explicaciones, asintió con un toque de cabeza y salió sin hacer ruido para avisar a los niños, a la prima Amanda, a la nana y al mayordomo. Nadie se quedaría en ese infierno. Y si hubiera podido llevarse el servicio completo, lo hubiera hecho. Pero era imposible. 

Eran las tres de la noche y, supuestamente, los invasores estaban durmiendo. Salieron tratando de no ser descubiertos. En un mutismo tenso y con los ojos bien abiertos, llegaron a las caballerizas. Allí, uno de los mozos los ayudó a subir a los caballos.

Con Olivia sentada en su misma silla y la vieja nana apoyada al mayordomo con mucho cuidado, emprendieron el camino hacia la iglesia. Era el único lugar seguro al que Rosalie podía ir. Las casas de sus vecinos no le serían de gran ayuda, la mayoría de caballeros harían lo que fuera para ganarse el favor del nuevo Duque.

Era débil. Una muchacha inexperta que todo lo que sabía era porque había leído más de lo que le era permitido a una jovencita decente. Era buena, una dama caritativa y dulce. Pero detrás de ese fragilidad y actitud melindrosa, se escondía una mujer dispuesta a luchar, inteligente y culta. 

No tardaron en llegar a su destino. Fue ella la primera en desmontar y tocar la puerta del cura desesperadamente.  

—¿Qué ocurre, hija? —Salió el señor Pedro con ropas de dormir y un candil en la mano. 

El Diario de una HerederaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora