Capítulo 11-Al buen amar, nunca le falta que dar

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Ama a todos, fíate de pocos, no hagas daño a nadie.

William Shakespeare.

El ambiente estaba cargado de tensión

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El ambiente estaba cargado de tensión. Galán ansiaba tocarla, sentir la aterciopelada suavidad de su cuerpo cuando pasaba por su lado y, Rosalie, deseaba que la tocara, aunque no tuviera valor para mirarlo por miedo a delatar sus sentimientos. Afortunadamente, la brisa del mar era un buen paliativo para esa enfermedad que habían contraído. 

—Quedan pocos días para llegar al puerto —dijo Galán a la bella mujer que miraba al horizonte. 

—Debo insistir en que estoy terriblemente molesta con usted, lord Goldener. Le pedí que no pagara mi viaje y me ha contrariado. No necesito viajar en primera clase. 

—Milady, por favor... Olvídese de ese detalle sin importancia. Tómeselo como el regalo de un buen amigo.  

Rosalie lo miró de soslayo intentando parecer enfadada. Hacía años que no notaba el algodón y la muselina en su piel. Dormir entre sábanas de seda le hizo recordar viejos tiempos como si estuviera más cerca de su verdadera esencia. Pese a no ser una dama caprichosa ni pomposa, era imposible negar que existían ciertos lujos a los que cualquier mujer no querría renunciar. 

Galán se había asegurado de que viajara como una verdadera dama; no obstante, llamaba tanto la atención como un tenedor oxidado en medio de la cubertería de plata. Sus ropajes eran los propios de una doncella. Había tratado de mejorar su aspecto con algunos remiendos, pero todo fue en balde. Sus trajes de lino marrón no podrían equipararse a los costosos vestidos de las damas que se paseaban con el cuello estirado por la cubierta. Ni siquiera tenía una sombrilla. 

—¿No se avergüenza de estar a mi lado? Todos cuchichean sobre nosotros. ¡Lord Goldener al lado de una empleada! 

—¿Cómo puede avergonzarme estar al lado de la mujer más hermosa de este barco? En realidad, esas personas que la miran con tanto descaro tan solo la envidian. Si supieran quién es, milady, deberían besarle los pies. 

El sonrojo se hizo patente en sus mejillas, pero gracias al sol pasó desapercibido. No habían tenido tiempo a parar para comprar ropa; o, más bien, no había creído necesario hacerlo porque no supo que viajaría entre condes y barones hasta que embarcó. Poco le importaba lo que pensaran aquellas personas que una vez le dieron la espalda. Era una mujer nueva, orgullosa de su piel ligeramente tostada y de sus manos deformadas por la aguja. 

—Será mejor que me retire a mi camarote, oficial. No quisiera causarle una jaqueca a la Condesa de Mineey —Indicó a una señora que la miraba fijamente con el ceño fruncido. 

—¿La conoce?

—Los conozco prácticamente a todos —susurró, mirando a su alrededor—. Pero ellos se han olvidado de mí. ¿Quién pensaría que soy la hija del difunto Duque de Bedford? 

El Diario de una HerederaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora