Capítulo 7- A batallas de amor, campo de plumas

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Nadie se desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo de una vez por la ventana; hay que sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño.

Mark Twain.

Con el corazón en la boca y el pie a punto de decir "basta", Rosalie se coló en la mansión parisina junto a Alice, lo hicieron a escondidas y sin invitación

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Con el corazón en la boca y el pie a punto de decir "basta", Rosalie se coló en la mansión parisina junto a Alice, lo hicieron a escondidas y sin invitación. La fiesta estaba en pleno apogeo y los lacayos repartían champán y canapés entre los invitados. Miles de recuerdos (enterrados a conciencia) salieron a flote y recordó que, muchos años atrás, ella había sido uno de ellos. Un miembro de la alta sociedad, una dama de alta alcurnia. 

Por fortuna, no conocía a ninguno de los presentes y trató de relajarse en la medida de lo posible mientras dejaba caer el pelo por encima de su rostro. Solo deseaba que su madame cobrara pronto el dinero que le debían y marcharse de allí. Apartadas en un rincón de la sala mientras la música sonaba y las damas desplegaban sus mejores encantos frente a los caballeros, vieron como lord Silvery, el hombre que tenía que pagarles, hacía acto de presencia. Rosalie notó como Alice se tensaba al verlo, pero no tuvo tiempo de pensar en ella sino en el acompañante del anfitrión: lord Goldener. El gigante había entrado al lado de lord Silvery y acaparaban toda la atención. 

—Los metálicos —oyó que decía una muchacha a sus espaldas—. ¡Son ellos! ¡Y los dos están solteros! Dicen que míster plateado está buscando esposa en nuestras tierras... y que, al parecer, está mostrando mucho interés por lady Renoir. Pero no hay nada decidido. ¿Y míster dorado? Él está completamente disponible. ¡Son tan guapos! 

Madame, necesito sentarme. Me duele mucho el tobillo y temo caerme de bruces aquí mismo, no quisiera formar semejante escándalo —se apresuró en decir Rosalie, aterrada. Era cierto que le dolía mucho el pie y que necesitaba sentarse, pero era mucho más necesario huir de allí antes de que el amigo de Héctor la reconociera entre la multitud y la pusiera en evidencia. 

—Por favor, Amélie, ve y siéntate. Pero ten cuidado. No te alejes demasiado.

—No, iré aquí mismo —Señaló una terraza en la que varias damas estaban paseando.

Tratando de disimular su cojera y de llamar poco la atención se apresuró en abandonar el salón y salir al balcón. Se sentó en un banco de mármol bajo la sombra de un balcón que quedaba justo por encima y se miró el pie. Lo tenía hinchado y le dolía más que nunca. Claro, había tenido que mantener la compostura desde que había salido de casa. Y los botines de fiesta no eran tan cómodos como los zapatos que usaba diariamente para trabajar. Suspiró algo más tranquila en la intimidad de su refugio improvisado y se empapó del aire fresco de la noche.

Era la primera vez en años que asistía a una reunión de ese tipo. Había escogido un vestido de color melocotón con tonos dorados y blondas blancas en el cuello. Por supuesto que debía devolverlo a la madame cuando toda aquella pantomima terminara, pero era agradable llevar seda y recordar junto a ella los tiempos felices en Bedford. 

El Diario de una HerederaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora