2. Recuerdos de una noche de verano

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Natalia I de Bentian, como máxima representante de su pueblo, había sido convidada a las nupcias del príncipe heredero de Clounlandia con la antelación justa para emprender el viaje y llegar a tiempo. Su sorpresa fue mayúscula al enterarse que aquel muchacho que había conocido en su coronación, y no le había agradado en demasía, iba a desposarse con Alba de Helike. A ella, por el contrario, sí la tenía en gran estima. Se conocieron de niñas, un verano en el que compartieron estancia en el palacete de Égara, a donde habían sido mandadas por sus padres para reforzar sus conocimientos musicales y aprender a desenvolverse sin el respaldo constante de su familia. Ambos monarcas eran firmes defensores de que una princesa, y más una heredera, debía estar versada en las artes y tener templanza en los momentos de soledad. Allí fueron acogidas por Noemí, una institutriz que aparentaba ser severa pero, en realidad, era compasiva y cariñosa. Las muchachas no podían ser más diferentes entre sí, una menuda y rubia, la otra alta y morena, pero sus disimilitudes se quedaban en la superficie porque sus interiores estaban en perfecta armonía. Aquellas semanas aprendieron mucho de música, Natalia empezaba a mostrar un buen dominio del laúd y la voz de Alba parecía provenir de un ángel caído del coro celestial. Si bien cumplieron con creces con el propósito artístico de aquella estancia, no lo hicieron tanto con el de la soledad, dado que hallaron refugio la una en la otra antes de saberse necesitadas de él. Al minuto de conocerse ya semblaban viejas amigas, podían charlar durante horas sin advertir el paso del tiempo o decirse todo con una simple mirada. La confianza entre ellas fue tal que incluso llegó al punto en que dormir en el mismo lecho se convirtió en costumbre durante aquellas semanas. Fue Alba la que, en la tercera noche, se acercó donde descansaba Natalia, pues acostumbrada a dormir con su hermana extrañaba la compañía. La morena la recibió de buena gana, abriendo el dosel que impedía que los mosquitos se cebaran con su sangre, roja como la de cualquiera, para que pudiera echarse a su lado.

Mientras el carruaje real avanzaba a buen paso por el largo camino hasta llegar a su destino Natalia recordaba lo acontecido aquel verano. Con una sonrisa en los labios y ojos soñadores rememoró las palabras que la rubia le dedicó mientras le tomaba de las manos la noche antes de marchar a sus respectivos reinos.

"Me siento muy agradecida de haberte encontrado, y justo en este momento. Para mí, desde el primer instante en que nos vimos, fuiste una compañera. Quiero que mantengamos la relación y, además, nada me complacería más que agradecerte todo lo que has hecho por mí, y que me cuidaras".

- Un maravedí por sus pensamientos, Majestad.

La interrupción devolvió a Natalia de forma brusca al presente (al presente de 1518, de momento no hay viajes en el tiempo en este fic, digo, en esta fábula).

- Eres más pesado que una fanega de estiércol, Miguel. Y te tengo dicho que cuando estemos a solas no me trates de usted ni de majestad – le reprendió molesta.

- Es que estás muy callada y me aburro.

- Pues cómprate un burro.

- Eso sería si me pagases lo suficiente.

- ¡Serás osado! ¡Y un deslenguado! – le acusó sin poder evitar sonreír.

Miguel tenía el cargo oficial de guardia personal de su majestad pero, en realidad, el lugar que ocupaba en la vida de la reina era el de mejor amigo y compañero de fatigas. El mozo, pues tan solo era tres años mayor que Natalia, tenía un cuerpo robusto fruto del ejercicio físico disciplinado, pero el carácter que mostraba hacía pensar que no sería capaz de matar ni a una mosca por más musculosos que fuesen sus brazos.

Se conocieron al ingresar en la academia, militar, y desde entonces se habían hecho inseparables. El rey de Bentian había dispuesto que su primer descendiente, varón o mujer, fuera su heredero, y como tal había educado a su hija. Después de Natalia Dios bendijo al monarca con un hijo varón, Santiago.

Miguel era una persona alegre y afable, pero lo que le hizo ganarse la amistad de Natalia era que la trató como a cualquier compañero de la academia. El primer día de instrucción el resto de varones se mofaron de la presencia de una mujer entre ellos, por más que fuera la princesa heredera, y de su atuendo, un vestido. Pese a que era sencillo y ligero le impedía seguir el ritmo que marcaban los oficiales en las maniobras. Aquella misma noche compareció el muchacho en los aposentos de Natalia contrariado por las burlas de los otros chicos. Tras presentarse le ofreció unos de sus jubones y unas calzas y le dijo "sean cuales sean tus misiones, ponte calzones". Esa chanza en forma de refrán, que se dirigiera a ella con naturalidad, como si de cualquier plebeya se tratase, y la generosidad de Miguel hicieron que empezara a fraguarse su amistad.

Conforme se iba acercando el momento en el que el rey le cediera el cetro y la corona a su primogénita los chismorreos aumentaron. Muchos desconfiaban de que una mujer pudiera gobernar y, mucho menos, una que no tuviese un hombre a su lado para guiarla. Natalia había rechazado a todos los pretendientes que se le habían ofrecido y las malas lenguas esparcían rumores de que se entendía con su guardia. A ella no se le ocurría una idea más absurda que aquella. Miguel era casi como un hermano para ella. Bien era cierto que con el paso de los meses desde su coronación las habladurías y las críticas habían ido aminorando, pues Natalia demostraba una y otra vez que tenía la sabiduría y las capacidades necesarias para liderar a su pueblo.

- No sé si te llegué a agradecer lo suficiente que me prestaras tu ropa en la academia - dijo emocionada.

- No fue nada, ya sabes lo que dice el refrán, sean cuales sean tus misiones...

- Ponte calzones.

Natalia terminó la frase y echó a reír. Aquel refrán lo habían recitado mil veces, convertido en algo suyo, como si de un idioma que solo ellos comprendían se tratase.

- Te quiero mucho, ratón.

- Y yo a ti, Nat.

Tras fundirse en un abrazo volvieron a contemplar el paisaje que se divisaba por las ventanas del carruaje, hasta que al cabo de un buen rato el guardia rompió el silencio.

- Venga, cuéntame algo – pidió.

- Algo, ¿como qué?

- Pues no sé, algo del bodorrio este al que vamos. ¿Cómo es la princesa de Helike?

- ¿Alba? Buah... vivimos tantas cosas, somos tan afines, es... mágica, te lo prometo. La am... la aprecio.

Miguel contempló a su amiga y le bastó ver el brillo que desprendían sus ojos al hablar de la princesa Alba para ver cuán especial era para ella. De hecho, no creía haber visto tanta luz en su mirada nunca. Natalia, aunque no le confesara todo, no tenía secretos para él dado que por la labor que tenía encomendada era como su sombra. Sabía que había tenido un par de amistades singulares con otras mujeres, al igual que sabía que de conocerse las particularidades de esas relaciones la reina tendría serios apuros, pues las gentes, cegadas por la Iglesia, tenían una mente rígida respecto a las comandas de Dios.

- Por lo que me relatas no me cuaja que se vaya a desposar con Paul Granché, es un tipo peculiar por decirlo de alguna manera.

- A mí también me lo parece pero, desafortunadamente, no hemos podido estar al tanto la una de la otra últimamente. Mis obligaciones me tienen ocupada día y noche, lo último que recibí de ella es una carta de agradecimiento por los alimentos que logré reunir para su pueblo.

Unas horas más tarde llegaron a su destino, donde fueron recibidos cordialmente. El cochero fue acomodado con el servicio de palacio mientras que Natalia,custodiada por Miguel fueron acompañados a sus aposentos. Allí les ofrecieron un par de tazas de poleo-menta para que tomaran algo antes de la cena. Aquella noche se iba a celebrar un banquete en honor a los invitados más ilustres y Natalia, agotada por el largo viaje, recobró fuerzas al pensar que allí se reencontraría con su amiga.

Muchas gracias por leer!

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Regina in corde meoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora