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Los años empezaron a pasar.

Poco a poco, y a la vez tan veloces como los fugaces recuerdos que dejaban.

Unos dos, tres años...tal vez cuatro.

A Joseph no le importaba mucho aquel conteo de tiempo, u al menos no le solía importar hasta que...

— Joseph — le llamo una voz suave y madura, teniendo cerca de él a su amado creador al cual no dudó en sonreír en respuesta — ya es hora de irnos, ¿Estás muy ocupado? — negó, mientras se levantaba y seguía al más alto.

Carl Aesop le guiaba fuera de casa, como cada año que se había vuelto una costumbre aquello de salir.

En esa ocasión el cielo estaba nublado, y tal vez no pudieran lograr su cometido de ver las estrellas.

Joseph miraba al atardecer y luego a la espalda ajena, más ancha y fornida. Admiraba los cabellos grises, más largos y delicados que antes, siendo acompañados por algunos tan blancos como los que él tenía.

Al caer la penumbra de la noche, ambos ya se hallaban a la cima del lugar donde solían ir cada año, siendo altamente suertudos de que el cielo se estuviera despejando.

Se sentaron a la par, mientras el artesano conversaba y reía ante estar envejeciendo, elogiandolo porque probablemente fuera eterno.

Aunque aquello...no le parecía, algo bueno en lo absoluto.

Aquel día ambos se mantuvieron lado a lado, mientras su creador le contaba de viejas leyendas y de sus días de niño, reía y miraba a un punto vacío con anhelo.

Cada vez que le miraba a él, con esa hermosa sonrisa y ojos cansados, olvidaba por completo el escucharlo y se concentraba en una sola cosa.

El fuerte zumbido retumbante de su alma.

— mira Joseph — pronunció su acompañante aquella noche, señalando al cielo lo que parecía ser un cometa moviéndose de un lado a otro de forma preciosa — tu primer cometa — le miró sonriente, en una manera tan pacífica...que simplemente lo hacía sentirse inmerso y lejano. El contrario volvió a mirar al cielo — ¿No es precioso? — pregunto, de una manera que le hizo sentir realmente feliz y hacer poco uso de razón sobre sus movimientos.

No tardó en removerse acercándose al artesano con delicadeza, haciendo caso omiso al igual que poco ruido.

El de cabellos grises pretendía volver a llamarle, cosa que no dejaría que pasase bajo su poco uso de razón.

Allí, a la luz de las estrellas y bajo la promesa de un cometa qué tal vez nunca volvería a ver, a expectativa y sorpresa de un enrojecido Carl Aesop.

Le besó

Le besó con dulzura, se removió con rudeza, deslizó sus manos por las mejillas rojas y calientes como las suyas con pasión.

Ya estaba harto de esperar, el respondería primero ante el creador.

Aesop, con toque nervioso y notablemente shockeado, poco a poco le correspondió provocándole unas inmensas ganas de llorar de felicidad.

Las grandes y desgastadas manos por el talle de madera se posaron sobre su cintura, haciendo cuenta al aferrarse y no soltarle durante un buen rato.

Entonces, Joseph presionó más sus labios de porcelana contra los carnosos, desesperado, sintiendo que se le escaparía en algún momento de entre las manos.

Carl Aesop también respondía, presionandole devuelta hasta llevarle al suelo, sobre aquella manta que llevaba consigo cada año diferente. Jadeo, mientras sus dedos de madera se hundían en los hombros del artesano.

Mientras los cabellos se revolvían.

Mientras el cuerpo ajeno se posaba entre sus piernas para encajar.

Mientras la respiración contraria se volvía descontrolada.

Y mientras el afecto y el deseo por sentir el calor humano de quien le acompañaba, le abrumaba hasta tal punto de volverle loco.

Entonces allí, bajo las estrellas, una aparente lluvia de cometas y una hermosa luna, Carl Aesop le miró.

Como no le vio en su corta vida, de manera filosa, llena de necesidad y con una profundidad indecifrable para su yo del pasado que no podía aún comprender, ni nombrar, pero que aún así le consumía de la misma manera que al que le acorralada.

Le miraba a él y no a un pequeño niño.

Sus brazos, falsos y a la vez tan reales como los sentía, se deslizaron por el cuello del más alto, siendo acudido por este en un beso más exigente que el anterior, feroz y lujurioso. Gritando por atención, aullando de anhelo y delirando por calor.


Aquella noche, se entregó por completo a su creador, tal y como este le había traído a la vida.


Todo termino como un recuerdo fugaz y placentero que atesoraria, estando allí desastrosos, cubiertos por una simple manta hecha tirones por ellos mismos, atrapados bajo la luz de la Luna y el gran cielo nocturno, mientras el se dedicaba a abrazar al artesano con afecto. Este,en su lugar, se dedicaba a admirar el cielo con una pequeña sonrisa marcada que le encantaba ver en él, las manos de piel solo se destinaban a acariciarle con suavidad.

— Joseph, ¿Sabes porque venimos aquí cada año? — le miró con confusión, mirándole a la cara mientras este le miraba de reojo sonriendo más ampliamente con las mejillas de un suave color rojo.

Aesop volvió a admirar el cielo, soltando una pequeña risa que le hacía derretir el alma.

— feliz cumpleaños — pronunció, atrayéndolo a la sorpresa y haciéndole enrojecer por completo.

¿En ese día?...

Se oculto contra el cuerpo del artesano, avergonzado, pero estando realmente feliz y a la vez abrumado al sentirse tonto.

Todo ese tiempo...todo ese tiempo, su creador le estuvo dedicando un cierto día para ir a ver las estrellas que tanto amaba.

Y bajo las mismas...

Sonrió, depositando un beso tímido en el cuello ajeno, antes de simplemente acurrucarse contra aquel pecho que reproducía desde adentro el suave sonido de un corazón.

La sonrisa no se borró de su rostro en ningún momento, porque él era realmente feliz.

Gracias,Aesop.

քօʀċɛʟaɨռ °•ıԀєňţıţʏ ν•°Donde viven las historias. Descúbrelo ahora