VII. Con el mundo como postre

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"El plan trazado es la absoluta libertad. Conocernos y ver qué pasa, dejar que corra el tiempo y revisar. No hay trabas. No hay compromisos. Ella es espléndida."

Mario Benedetti

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A los treinta y cinco años, Hayata Kento decidió abandonar el espurio oficio de defender a clientes de dudosa moral, hombres y mujeres sedientos de codicia, y lo trasladaron al Ministerio de Menores del País del Fuego. Estaba convencido de que ese trabajo caminaría más a gusto con el carácter compasivo, que lo había caracterizado desde que era un niño.

En la primera conversación con sus antiguos clientes, su latiguillo de presentación era un "¿Cómo se encuentra usted?", pero, cuando entre sus casos comenzaron a desfilar niños que cargaban sobre sus espaldas historias crueles; los hijos perdidos de la Segunda Guerra Ninja, descartó esa pregunta, dándola por respondida. Para amenizar el primer encuentro, acostumbró a llevar consigo tabletas de chocolate o piruletas grandes y de distintos colores.

La primera excepción a esa regla se presentó en la sala de reuniones de la Academia Ninja de Konoha, el día en que le presentaron al joven Uchiha. Lo traía su maestro, un hombre con una cicatriz de maleante cruzándole el rostro, pero con una mirada serena y bondadosa. Él se detuvo en la puerta y le dirigió algunas palabras al niño, quien no daba muestras ni de haber escuchado, ni de tener la intención de hacerlo. Sólo esperó donde lo dejaron, mientras el adulto avanzaba hacia él.

—Kento Hayata —se presentó, con una ligera reverencia. El maestro sonrió y atendió a su saludo, respondiendo de la misma manera.

—Iruka Umino, mucho gusto —respondió—. Soy uno de los instructores en esta academia. Hokage-sama me había notificado de su llegada.

—Siento interrumpir la clase, intentaré ser breve.

—No se preocupe, dentro de poco saldrán al recreo —explicó, y el tono de su voz disminuyó unas notas, bajándolo a un bisbiseo confidente—. Entiendo el motivo por el que lo enviaron aquí, pero debo pedirle que no mencione el incidente con el muchacho.

Para el abogado no hacía falta que le aclararan a que se estaba refiriendo. La noticia sobre la masacre de los Uchiha, a manos de su integrante más brillante, había alterado los altos mandos del País del Fuego por un buen tiempo.

—Desde lo ocurrido, él ha cambiado... —Se estancó, y Kento adivinó que buscaba una sola palabra, un solo adjetivo, que pudiera englobar la horripilante experiencia que había atravesado a ese niño, quien apenas había abandonado el regazo materno—. Ha cambiado —dijo finalmente—. Ya no es el mismo.

Kento bajó los parpados y cabeceó compungido, comprendiendo sin dificultad a que se refería.

—No se preocupe.

Con apenas una sonrisa de gratitud, Iruka se despidió y le indicó a su alumno que se acercara. Cerró la puerta y a través de los ventanales de la sala, Kento vio que hacía guardia al otro lado de la puerta. El niño y el adulto quedaron solos.

Hayata se había acostumbrado a ver miradas de tristeza infinita en los ojos de los niños, de resignación o abandono, pero los ojos helados de ese muchacho, burbujeando odio desde sus cuencos negros, lo aturdieron. Conocía esa mirada, la había advertido más de una vez con sus antiguos clientes; pero verla en un niño era pavoroso. Allí entendió que sus regalos no le servirían de nada. Soltó la tableta de chocolate que sostenía en su mano, dentro del bolsillo, y la dejó caer en su interior.

El joven, quien había tenido una consideración especial a su tiempo de silencio y a su estado patitieso, saldó la situación sin demasiada ceremonia:

La Fragilidad de las AparienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora