CAPÍTULO 1

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Aún no había salido el sol cuando abrí los ojos para poder apagar el sonido irritante de mi despertador. Estiré el brazo y, a tientas, conseguí apagar ese pitido que se metía por tus oídos cada mañana. Me incorporé en la cama y estiré el brazo una vez más para alcanzar el interruptor de la luz. Cerré los ojos un instante para no quedarme ciega ante la resplandeciente luz de la bombilla que cambié anteayer.

Giré la cabeza y vi la mochila. La cogí y la vacié; ocho libros. Que hacían en total nueve kilos que tenía que llevar a la espalda ayer. Llené la mochila con seis libros y la cerré.

Al fin me levanté de la cama y abrí la puerta del armario para coger mi ropa favorita: una camiseta lila con un corazón en el medio, unos vaqueros azul claro con agujeros que antes no los tenían pero ahora le quedan bien, y unas Converse de color morado. Me miré al espejo y vi un manchurrón borroso: se me olvidó ponerme las gafas. Me las puse y esta vez vi a una muchacha de dieciséis años bajita, con unas gafas negras, aparato y un pelo tan enmarañado como una bailarina de la disco de los ochenta llamada Samantha. Me peiné y conseguí que quedara un poco decente, pero no tanto como para evitar las burlas de los demás, así que me hice una coleta y listos.

Bajé hasta el piso de abajo para desayunar en la cocina, donde estaba mi padre tomando un bol de leche con cereales. Él era alto, con la típica barriga de los hombres de cuarenta y uno pelo muy enmarañado, igual que el mío.

- Buenos días - dijo él medio dormido.

- Hola - respondí con una media sonrisa provocada por el cereal pegado en la mejilla de mi padre.

Me senté a su lado mientras me llenaba un bol con leche y cereales.

- Este fin de semana no estaré en casa - comentó con la boca llena.

- ¿Por qué?

- Tendré que quedarme en la panadería para poder hacer extra de pasteles. Ya sabes, Navidad...

Cada año, antes de Navidad, la gente va a comprar pastel para poder tener un postre decente, y como mi padre tiene la única panadería del barrio, tiene que trabajar día y noche haciéndolos para tener a todos contentos y así poder ganar más dinero, ya que no estamos tan bien como antes del día fatal.

Ese día fue hace dieciséis años. No tenía memoria ese día, pero el primo James e lo explicó en mi cuarto cumpleaños: yo cumplía tres meses. Mi padre estaba en la panadería y mi madre en la inmobiliaria, mientras yo jugaba con el primo James. Cuando llegó el mediodía, se abrió la puerta y aparecieron mis padres. Los dos discutían. Eso era normal, ya que los típicos temas de discusión era si mi madre debería teñirse o no, o si era mejor llamarme Sam o Samantha, pero ese día parecía que estaba discutiendo sobre un tema serio.

- Lily, no pasa nada. Ya estamos cuidando a una hija, podemos cuidar a otro más.

- No, Harry. Tengo el presentimiento de que va a salir mal. Tendríamos que comprar otra casa, y no estamos económicamente muy bien.

- Pero...

- No, cariño. Lo único que quiero es que Samantha y tú seáis felices, y esto - se señaló al estómago - no es para tirar cohetes.

- Pa...palomita mía... no estarás insinuando...

- Sí, Harry; voy a irme de casa para que nuestra hija y tú podáis vivir sin problemas.

Mi madre fue hasta la habitación del fondo del pasillo y cerró la puerta, a lo que mi padre la siguió e intentó razonar con ella, en vano. Media hora después ella salió de la habitación con una maleta que al parecer estaba llena. James y mi padre se pusieron a hablar con ella a la vez, pero ella, impasible, se agacho delante de mí y me dijo:

- Samantha Finns, te quiero. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, y no quiero que alguien estropee tu felicidad.

- Cariño, no te...

- Ya sé que no me entiende, Harry, pero sé que será una chica estupenda, y tú le ayudarás a serlo.

Me puso una carta en la mano, pero yo no la cogí porque no había aprendido a coger cosas. Solté un débil "mamá", mi primera palabra. Ese momento es el único que tengo en mi memoria, el recuerdo de una gruesa lágrima saliendo de esos azules y vidriosos ojos.

Se levantó y le dio un beso en la mejilla a mi padre, que no paraban de salirle lágrimas de los ojos. Luego le dio un abrazo a James, el cual la cogió del brazo, pero se soltó.

- Cariño, cuídala. No leas esa carta bajo ningún concepto. Solo puede leerla ella. Guárdala y dásela cuando sepa leer, o cuando pueda entender lo que pasa.

Cogió la maleta y abrió la puerta de entrada. Echó un vistazo rápido a la casa, luego a mi padre y al primo James, y luego a mí. Salió a la fría calle cerrando la puerta tras de sí. James se sentó delante de mí y me cogió la carta, dispuesto a abrirla.

- James, no. - replicó mi padre - Ella dijo que solo la puede leer ella, y eso haremos. La esconderé. Cuando Samantha entienda qué es lo que pasa, la leerá.

Le arrebató la carta de las manos y subió al piso de arriba, donde entró por una puerta. Ya no recuerdo más porque, en cuanto mi padre entró por esa puerta, James cogió el abrigo y se fue. No le vimos hasta mi cuarto cumpleaños, donde me contó lo sucedido, y luego volvió al olvido.

Hace ya doce años desde que el primo James me lo contó, así que casi no me acuerdo de lo que sucedió. De lo único que me acuerdo es de esos ojos azules como el mar después de una tormenta.

* * *

*Samantha Finns en multimedia*

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