El juego

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Querido Julián:

Haber pasado este verano juntos, corriendo entre la maleza de este paisaje, que conozco desde la niñez y que se me ha antojado tan distinto cogida de tu mano, ha sido, de lejos, la experiencia más embriagadora que ha absorbido a mi ser. Hasta este verano, para mí el amor era algo desconocido. Algo que existió en la época en la que mis abuelos salían a bailar en las verbenas. Un animal extinto que solo parecía sobrevivir en los efímeros minutos de una película. Pero ahora sé que no ha muerto, ni se ha escondido en los enrevesados mecanismos de una pantalla. Sé que sigue aquí. En todas partes y en ninguna. Errante. Y lo admiro más que nunca ahora que lo he visto materializarse en la campiña al lado de casa, en el mismo sitio dónde se le presentó a mi abuela tantos años atrás. Donde ella consiguió atraparlo, o quizás fue él quien la atrapó a ella, para enterrarla aquí. Para florecer en una joven cuyos pies enraizaron en los pasajes verdes y monótonos de un pueblo donde nunca cambia nada. O por lo menos así era, hasta que llegaste tú. Ahora entiendo que el amor se oculta entre la hojarasca que mueve el viento. En las cosas más nimias y banales. Tales como un chico rudo y de aspecto antipático. Tú. Quien me iba decir que el día en el que tú y tu familia abristeis de nuevo las puertas de esa vieja casa tapiada, no solo chirriaban las bisagras de un viejo portalón. Sino que también chirriaba, escondida el polvo que entro a sus anchas en la abandonada vivienda, la llamada del amor. Al principio me pareció decepcionante volver a tener vecinos. Hacía ya muchos años que ningún coche desconocido se aproximaba tanto a nuestra casa, y la abuela y yo vivíamos cómodamente en aquella rutina que semejaba inquebrantable. Recuerdo verte salir del coche desde la ventana. ¿Tú me viste? Me pareció que me sonreías, pero pronto descubrí que no eras tú, que era el amor jugando al escondite en esos labios tan carnosos, como tentándome a jugar. Retándome a encontrarlo.

La primera vez que hablamos me di cuenta de que, si alguna vez habías tenido al amor en tu boca, había salido despedido en un escupitajo por tu borderías. Nunca había conocido a alguien tan arrogante, tan distante. Ni siquiera parecía que fueses consciente de que yo estaba allí intentando ser amable, más por contentar a mi abuela que por gusto propio. Eso despertó en mí la amarga semilla de la curiosidad. Cuando la gente dice que la curiosidad mató al gato, soy consciente de que lo hacen metafóricamente, pero, echando la vista atrás, me siento como si haya representado un papel similar al del gato, y temo que la situación haya sido igual de semejante a la muerte.

Por las noches siempre husmeaba tu ventana, aunque esto no te lo haya confesado nunca, no por vergüenza, sino más bien por temor. Temor a que, a sabiendas de mis espionajes, decidieses sentenciar mis inocentes miradas corriendo la tupida y fatal tela de unas cortinas entrometidas. De haber sido así, no te habría visto leyendo La sombra del viento. Y nada de lo nuestro habría sucedido. No habría pensado que habías robado de mi porche mi preciado ejemplar, ni habríamos tenido esa discusión tan acalorada en la que tus labios se tiñeron de ira. Sigo sin saber por qué te creí. No parecías la clase de chico que lee a Zafón, sin embargo, la sinceridad de tus ojos fue prueba suficiente para dispersar todas mis pesquisas en las que te acusaba de ladrón y sinvergüenza. Al final, habría encontrado mi propio libro, y habría seguido mi vida sin toparme con esos ojos verdes que tienes. ¿A dónde están mirando ahora esos vidrios coronados por la hilera inmensa de pestañas?

Las tardes en las que hablábamos de literatura, de música, de arte...las guardo en el rincón más preciado de mi memoria. No sabes lo sexy que me parece tu inteligencia, y tu despotismo. Aunque he de reconocer que me gustó más tu lado cariñoso. Ese me lo guardo para un lugar mucho más protegido que la memoria. Estas páginas. Aquí vivirán tus besos por mi cuello, los abrazos por la espalda, las sonrisas de soslayo, y todos aquellos lugares que el amor eligió de escondrijo estos meses de verano. Cuando me preguntabas por qué sonreía de repente y no te contestaba, esta era la razón: no podía desvelar el juego secreto que mantenía a tus espaldas con el amor. Sabía perfectamente que tú no estabas jugando, que solo había dos participantes: el sentimiento y yo. A ti no te había invitado. El amor no se había colado entre mis labios, ni te había retado a quererme como había hecho conmigo. Muchas veces dudé de que así fuera, pero siempre acabé por recapacitar. Soñar tiene el alto precio de la desilusión. Y yo no podía permitirme fantasear con un jugador fantasma, con mi Julián, que no existía fuera de La sombra del viento, y que tenía tu físico, tu personalidad...que hablaba como tú, pero que no eras tú. Sólo era la forma en la que yo te veía. Y ahora que admito esto, te parecerá estúpido que haya empezado esto diciéndote "querido Julián". Sé que en esta dirección a la que enviaré esta carta no vive Julián, sé que vives tú, Adrián, pero, ¿qué voy a hacer? Si Julián no tiene más hábitat que las páginas de un libro, mis desordenados sentimientos y la tinta de estas líneas dirigidas a un fantasma pecaminoso de ojos verdes.

Hablando de escondites del amor, tengo que decir que hubo alguno que superó todas mis expectativas. Los días que íbamos a tumbarnos a las márgenes del riachuelo me gustaba especialmente sentir su estancia en los rayos del sol. Lo sentía con la misma fuerza con la que la luz del mediodía incide en las pupilas. ¿Entiendes lo que digo? Hasta con los ojos cerrados se puede adivinar dónde se sitúa el sol. Se siente su luz, su calor y su ardiente fuerza. Para mí el amor era igual. Podía verlo hasta con los ojos cerrados. Sentirlo hasta cuando no quería hacerlo. Estar contigo era como tumbarse en las brasas a la temperatura exacta para poder soportarlo, pero la suficiente para llegar a sufrirlo.

También encontré al amor en los días de lluvia. Me arrepiento de haberte regañado cuando robaste el paraguas el día que nos pillaron colándonos en la finca del señor Sánchez. (Por cierto, aún no he vuelvo a pasar por allí). Digo que me arrepiento porque aquel día, corriendo de la mano bajo aquel paraguas para que no nos pillaran, volví a encontrar al amor, una y otra vez, sucesivamente, en cada gota de lluvia que resbalaba agresiva por la tela fina del paraguas. Entendí que el amor era algo agresivo e incontrolable. Algo de lo que puedes intentar protegerte con una barrera, ya sea una tela o el distanciamiento, pero siempre va a ser en vano. Todas esas gotas que yo podía escuchar sobre el paraguas, ver, las milésimas de segundo entre las que colisionaban con la tela y se precipitaban al suelo, no eran sino la llamada del amor.

Volví a verlo en forma de gotas, gotas de sudor, cuando nos acostábamos. Nunca había sentido a nadie tan cerca, tan íntimamente unido a mí. Ahí comprendí que las películas no estaban del todo equivocadas, y que había algo en lo que no mentían: el amor debe de ser cosa de dos. Amar sin ser correspondido es como sostener un hilo que hondea y se deshilacha con las violentas ráfagas de la soledad. Para aquel entonces, ya habías ganado suficiente confianza conmigo, y me hablaste de ella, de la chica que sostiene el otro extremo de tu hilo. Ese día, el amor se marchó definitivamente de las gotas de sudor, que se volvieron frías y escalofriantes. No volví a acostarme contigo buscando amor. Sólo por la desenfrenada lujuria febril de quien sabe que va a perderlo todo irremediablemente. Al fin y al cabo, yo solo era eso, ¿no? Pasión pasajera. La acompañante de tus meses veraniegos de retiro, hasta que te fueses a la universidad y volvieras a tu vida con Lorena. Me aseguraste que la quieres, que nunca habías estado más seguro de ello. Pero seguías besándome como si tu lengua se moviese desesperada por los mismos impulsos que la mía: encontrar al amor que había visto escondido entre tus labios los primeros días de verano. No estoy segura de si llegaré a entenderlo algún día, pero me arrepiento de haber participado. A veces se haga y a veces se pierde, ¿no es así?

Te fuiste sin despedirte, no pude ni decirte que espero que te vaya bien en la universidad, y que seas feliz con Lorena. Desde que te marchaste me he dado cuenta de que el pueblo se me queda pequeño, y aunque me haya fascinado encontrar aquí al amor, como mi abuela, no quiero ser como ella y quedarme aquí anclada esperando a que un día regrese. Esperando a que regreses. Me marcho de aquí a buscar al amor. Me niego a pensar que este juego ha acabado. Tú sólo eres una partida más. Igual que La sombra del viento solamente es un libro más, como los cientos que me quedan por leer.

Pero aun así, y si me permites la referencia de uno de nuestros autores favoritos (aún me sigue sorprendiendo que no pienses que Neruda es un cursi), aunque este sea el último dolor que me causes, y estos sean los últimos versos que yo te escribo, necesito confesar que me apena no haber sido la gran protagonista de tu historia, no haber sido tu Penélope. Y espero que este, nuestro fugaz paréntesis totalmente inoportuno dentro de tu vida y que tanto me ha servido para redirigir la mía, no se pierda olvidado en la inmensidad de tu historia. Que dobles la esquina de la página, aunque sé que es algo que odias, para honrar en humilde memoria, los desdichados encuentros y las apasionadas veladas en tres meses con una adicta al amor y al escondite.

Adiós, mi eterno Julián,

Tu falsa Penélope.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora