07/11/19

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Querido diario:

Llevaba una semana sin saber nada de Samuel. Este tiempo me ha servido para dos cosas. La primera, darme cuenta de lo mucho que valoro su compañía. La segunda, que aparentemente no es tan recíproco como me gustaría. Por eso mismo, hoy he decidido que no tiene sentido quedarme aquí esperando a que aparezca. Si no está enamorado de mí, aquí parada no voy a conseguir que eso cambie. Por eso decidí organizarle una especie de "excursión". Como soy bastante mala en esto, pensé que podría enseñarle algo que vi cuando vine en el tren desde el pueblo. A las afueras de la ciudad, hay una zona de la carretera que pasa bastante cerca del mar. Me fijé en un pequeño crucifijo de piedra al borde de un despeñadero. Parecía antiguo, y él está estudiando historia, así que, me supongo que ha de gustarle, ¿no? Hoy, antes de entrar a trabajar, he ido a buscarle a la universidad. "¡Si no quiere verme se lo voy a poner difícil!" –pensaba mientras subía las interminables escaleras para encaminarme al interior del recinto. Cuanto más me adentraba en los infinitos pasillos, más gente veía aparecerse. Como cuando salen disparadas bandadas de pájaros de las copas de los árboles y parece increíble que pudiesen estar todos ahí, escondidos. Por suerte, encontré a Samuel sentado en un pequeño claustro. Estaba con un chico bien vestido, muy pijo. Me recordó a la forma de vestir de Adrián, aunque mucho más petulante y menos romántico. Entre que sentía mariposas en el estómago, y que me extrañó ampliamente el aspecto de su acompañante, decidí avanzar cautelosa, a ver si escuchaba algo de lo que decían. Samuel parecía enfadado, y el chico aparentaba estar mucho más nervioso que yo. Intentaba buscar las palabras para empezar a hablar, pero Samuel lo cortó fríamente:

-Te dije que de hoy no pasaba, joder. ¿Qué coño te pasa, tío? Vende uno de tus ochenta putos relojes, ni que fuera tan difícil para ti conseguir lo que me debes.

-¡No puedo hacer eso! Mi padre se enteraría. Y si le pido dinero sin decirle para qué sería mucho peor. Por favor, dame dos días. ¡En dos días lo consigo!

Samuel tenía la mirada tan absorta en el chico que se deshacía entre las tablillas del banco, que seguía sin reparar en mi presencia. Estaba rojo de ira, e intuí que se estaba conteniendo por no saltar encima de su compañero. Este, en cambio, si me vio. Se apuró a guardar unos pocos billetes que sostenía en sus temblorosas manos y le dijo a Samuel:

-Oye...tío...¿la conoces?

Su primer gesto fue una mueca de sorpresa. Pero, en cuanto se le pasó el sobresalto inicial, su rostro se tiñó un poco más de carmesí, y se dirigió al chico:

-¿Qué coño haces aquí todavía? Lárgate, ¿¡Me oyes?!

Él quiso replicarle algo, seguramente sobre el dinero del que estaban hablando segundos antes. Pero, debió de sopesar mejor las opciones y sus consecuencias, porque simplemente resopló, se levantó como un resorte, y se marchó apresuradamente.

-Pero Aurora, ¿qué haces tú aquí?

-Bueno, es que...es que llevaba mucho tiempo sin saber nada de ti. Y como no tengo tu número...y bueno, que entiendo que igual no te gustara el beso. O sea, que tampoco soy una experta pero...

-No tiene nada que ver con...nuestro beso- se apuró a aclararme Samuel. –Es que he estado muy ocupado. –dijo secamente. Seguía rojo, pero estoy segura de que en ese momento ya no era de ira, sino de vergüenza.

-Si –repuse –ya he visto lo ocupado que estabas.

-Olvídalo,-dijo Samuel. –Era solo un gilipollas, -dijo mientras se frotaba la nuca.

-Está bien. Yo he venido porque quería...invitarte a una excursión –dije lo más rápido que pude, porque siempre he sido de los que piensan que con las cosas difíciles se ha de proceder como con las tiritas, de cuajo.

Al ver que Samuel no respondía, añadí:

-Cuando vine desde el pueblo vi un lugar desde el tren, y recordándolo el otro día, se me pasó por la cabeza que podría gustarte verlo...conmigo. (Fue una gran mentira, porque había sido totalmente al contrario: estaba pensando en Samuel cuando me acordé del sitio, no viceversa).

Samuel permanecía impasible. Sin parar de escrutarme con sus malditos ojos azules. En lo que me pareció más un acto reflejo que uno voluntario, me cogió y me sentó en su regazo. Hundió la cara en mi pelo, y me dijo al oído:

-Con mucho gusto iré contigo, Aurora García.

No sé si me sorprendió más el repentino gesto de afecto en público, o que después se echara la mochila al hombro y me agarrara del brazo, dirigiéndose a la puerta de salida.

-Vamos, te acompaño al trabajo –me dijo. -De todas maneras odio la clase de Historia Medieval.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora