10/11/19

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Querido diario:

Hemos ido hoy a las afueras. Acabamos de llegar y aún me hormiguea todo el cuerpo. Qué inesperado ha sido. Creo que escribirlo todo lo más minuciosamente que pueda va a ser la única manera de aclarar mis pensamientos y llegar a entender lo que ha pasado hoy.

Cuando vino a recogerme Samuel, estaba algo nerviosa. Pronto llegamos a la estación de tren y compramos los billetes. Le he invitado yo porque este era mi plan y además odio a quienes piensan que es "caballeroso" invitar a las chicas. Es educado. Punto. Lo haga el sexo que lo haga. Como me suponía, Samuel no se opuso, sino que me regaló una mirada juguetona, en la que cabían todo el agradecimiento y el deseo del mundo. Aun así, al subir al tren, yo seguía nerviosa, y él debió de notarlo porque me cogió de la mano. Suavemente primero, y con firmeza después, hasta llevarla a sus labios y besarla en silencio. No entiendo por qué estas cosas que en cualquier otro me parecerían un exceso, en Samuel las encuentro agradables y cálidas. Supongo que es porque hasta ahora, nadie me trató con demasiada cautela, y aprendí a aborrecer estas atenciones porque era más fácil odiarlas que odiar el no tenerlas. Una vez sentados quise recostarme en su pecho, como había hecho aquella tarde con Adrián que reviví hace unas noches. Pero, este recuerdo, y el recelo por no ser bien recibida, vencieron a mis deseos. De todas maneras, esto poco importó, porque fue el propio Samuel quien me acercó decidido y comenzó a juguetear con unos mechones rebeldes que me caían a los lados de la cara. Así fue pasando el tiempo, acunados por el vaivén del tren. Él estaba más cariñoso y de mejor humor de lo que nunca lo había visto antes. Su mirada sombría permanecía impenetrable, pero su gesto era relajado y la comisura de sus labios se entornaba hacia arriba. A veces incluso me daba besos en la frente, con tanta sutileza que no me daba tiempo ni de corresponderlos con mis propios labios. El observada y acariciaba mis manos, mis muslos, mis muñecas...con tanto ahínco que me sentía como el espécimen raro de un laboratorio.

-¿Qué te da tanto que mirar? ¿Qué te propones? –reí

-Quiero memorizar tu cuerpo. –respondió a la vez que posaba las yemas de los dedos sobre mi clavícula. Luego, miró por la ventana.-Este paisaje me recuerda a mi infancia,-me confesó.

Sobre una hora más tarde nos bajamos en una pequeña estación. En los alrededores apenas había más de diez o quince casas. Todas estaban bastante deterioradas por el tiempo, y la mayoría parecían abandonadas. Samuel, que había bajado del tren cogiéndome de la mano, me la apretó un poco, noté que sus músculos se tensaban, y acto seguido la retiró para guardársela en un bolsillo. Yo ya me temía que el sitio no había cumplido sus expectativas, pero, decidida a enseñarle el pequeño crucifijo, lo animé a caminar. Pasamos por delante de algunas viviendas con las puertas abiertas. Algunos señores tomaban el aire en las entradas, abrigados hasta las orejas y cubiertos con mantas de lana. La verdad es que parecía que estaban muriéndose de frío. Me apenó la imagen porque seguramente era el precio que tenían que pagar para salir un poco de esas oscuras viviendas, reunirse, y ver pasar el tren o, de vez en cuando, algún barco en el mar remoto. Pronto la acera por la que caminábamos se convirtió en gravilla, y la gravilla en un sendero suntuoso que se abría paso entre una baja maleza. Samuel no habló en todo el trayecto, por mucho que yo me esforzara en decirle lo bonito que me parecía el cielo gris o el sonido del tren a lo lejos.

Crucé las vías a la altura del crucifijo, que ya se veía suspendido en unos peñascos a escasos metros del camino. Y Samuel pareció hacer acopio de todas sus fuerzas para seguirme. Cuando llegamos al crucifijo lo admiré detenidamente. No parecía tan viejo como me había resultado desde el tren, pero los detalles cincelados en la enmohecida piedra me parecieron hermosos. Sentí la necesidad de agacharme y recorrerlos con los dedos. Entonces Samuel se desplomó a mi lado, de mala gana, y soltó un bufido profundo. Yo había pensado que llevaba suspirando todo el camino por culpa del frío, pero entonces me di cuenta que eran exhalaciones de congoja. Le miré. Seguía muy tenso y parecía disperso. Como si su mente estuviera en un lugar lejano. Su mirada se perdía en el horizonte donde un barco pesquero navegaba solitario. No parecía tener la menor intención de querer observar la pequeña escultura en piedra, y pensé que quizás su actitud se debía a que no le agradaban las alturas, pues estábamos prácticamente colgando en el vacío.

-Samuel, podemos irnos si quieres. ¿Tienes miedo a las alturas? –dije, pero no obtuve respuesta. –Ha sido una idea estúpida, venga, vámonos –le insistí.

-Aurora...-empezó Samuel –Si supiera que querías venir aquí, a enseñarme esto, no hubiese venido. Cuando te he dicho antes que este paisaje me recordaba a mi infancia, es porque yo me crie aquí. Bueno, no exactamente, pero veníamos muy a menudo. –Él arrastraba cada una de las palabras, debatiéndose entre sacar la siguiente de la garganta, o tragársela para siempre. Viendo el esfuerzo que le suponía, decidí dejarle el tiempo que necesitase para seguir. -Aquí vivía mi abuela-prosiguió-Mi abuelo había muerto muchos años antes de que yo naciera, cuando mi padre tenía unos quince. Él había llegado a la ciudad cuando ya era un hombre adulto, de unos cuarenta años, sin un lugar donde caerse muerto. Venía de deambular de un lado a otro, había hecho varios trabajos en aldeas, porque había nacido en el campo, y solo sabía emplearse a sí mismo en esa clase de labores: la cosecha y el ganado. Por lo tanto su futuro en la ciudad estaba muy comprometido. Allí, se hizo jardinero en una gran urbanización donde vivía mi abuela. Ella también tenía ya una edad, a lo menos treinta. Se había quedado viuda muy joven porque su primer marido tuvo un infarto poco después de haberse casado. No llegaron a tener hijos. Era lo que mi abuela más ansiaba. Siempre dijo que su mayor ilusión fuera formar una familia, y que cuando lo hizo, se convirtió en su mayor logro. Es de lo poco que recuerdo de ella. El caso fue que se enamoró del jardinero, y mi abuelo la complació con un hijo, lo que para ella fue el mejor regalo que pudo darle. Sin embargo, mi abuelo no era feliz en la ciudad, y mi abuela quiso regalarle a él algo tan preciado como lo era para ella su hijo, así que les pidió dinero a mis bisabuelos (que a decir verdad, no les escaseaba) y se mudaron aquí. Lo suficientemente cerca de la ciudad para que mis abuelos pudiesen ir a trabajar a diario, pero lo suficientemente alejados del ajetreo de la urbe. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba, más se fue achicando mi abuelo. Echaba de menos el pueblo, uno en concreto, en el que había nacido y se había hecho hombre. Se hundió en su desdicha, y un día como otro cualquiera, dejó este mundo.

Samuel me miró suplicante, como pidiéndome fuerzas para poder continuar. El cielo se había puesto mucho más encapotado, la claridad era escasa, y el mar arremetía con fuerza contra el desfiladero.

-Lo que mi abuelo no esperaba, o por lo menos le dio igual, fue que arrastraba con él a su mujer, de tal modo que, cuando acabó el lento suplicio de uno, empezó el del otro. Mi abuela se volvió una mujer apagada, que vivió martirizada por los recuerdos hasta que consideró suficientemente alcanzado su cometido: criar a su hijo y cerciorarse de que él hacia una familia y criaba a los suyos. Así, nació Paula, mi hermana, y luego yo. Y un día como otro cualquiera, cuando yo tenía diez años, mi abuela se tiró al mar, y dejó que se hundiera aquel cuerpo cuya alma ya había tocado fondo. La gente de la zona, conocedores de su desgracia, le tenían mucho aprecio, y decidieron levantar este crucifijo en honor a su memoria. Nadie la vio tirarse al mar, solo se encontró el cuerpo. Así que lo pusieron aquí, como podría estar en cualquier parte. Que gilipollas.

Al ver que la historia había acabado, apreté a Samuel contra mi pecho con todas mis fuerzas, y el ahogó un alarido en mi cuello mientras se dejaba abrazar. Alcé la vista. Las luces del grupo de casas se veían a lo lejos. El viento zarandeaba mis mechones y de los de Samuel, que se entrelazaban dibujando trayectorias entre nuestras frentes. Lo miré a él y él me miró a mí. Y en esa postura, como pasó en el cielo instantes después, en sus ojos comenzó a llover.

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⏰ Última actualización: Jun 02, 2020 ⏰

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