13/10/19

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Querido diario:

Hoy la vida ha vuelto a despertar entre la monotonía, he vuelto a ver al chico de los ojos verdes. Bueno, ahora sé que se llama Samuel. El día iba como de costumbre, sin novedades. Los mismos ejecutivos de siempre en su maratón matutino (¿o cada día son otros diferentes? La verdad es que todos me paren iguales). Por la tarde hubo más gente de lo normal, así que acabé de recoger algo tarde. Al salir, vi un coche aparcado al lado de mi bici. Me sorprendió ver que apoyado en el capó, esperaba, paciente, el chico de Nada. Aunque no fue una sorpresa de incredulidad, como cabría esperar, sino más bien como la de quien recibe la cálida llegada de algo que ansiaba profundamente.

-Hombre, el gran fan de Carmen Laforet- le dije a modo de saludo, a lo que contestó:

-Y la camarera caritativa que regala cafés.

Pude notar como debajo de los poros hervía en mí la curiosidad. Tuve que preguntar lo que parecía, a grandes luces, la pregunta más obvia pero también más adecuada.

-¿Qué haces aquí fuera?

-¿Cómo que qué hago? Esperarte. Hay algo que quiero que veas.- Y acto seguido, se montó en el coche con un movimiento anormalmente rápido y decidido.

Yo chasquee los dedos contra su ventanilla:

-¿Crees que debería de subirme en el coche con un desconocido? Ni siquiera sé tu nombre.-Creí ver que sus músculos se relajaban por un instante y en una fracción de segundo, su ceño fruncido quiso dibujar una expresión mucho menos seria, y un tanto dulce.

-Soy Samuel. Ahora ya sabes mi nombre. Está a unas escasas manzanas de aquí, si prefieres ir en bici, adelante.

No estoy segura de si fue la curiosidad, mi cansancio físico después de una tarde tan ocupada, o si bien mi pueblo está demasiado aislado del mundo para que me parezca posible que me pueda pasar a mí alguna de las atrocidades que les suceden a las chicas raptadas que salen por las noticias, pero sin pensarlo dos veces, me subí, dejando allí mi bici, en la intemperie de un aparcamiento vacío sobre el cielo estrellado. Nada más hube abrochado el cinturón, lo vi, cómo no, un ambientador de pino. Samuel arrancó bruscamente.

-No vivimos en el largo plazo, vivimos en el corto, aquí y ahora –dijo mientras pisaba a fondo el acelerador.

Paramos a tres manzanas de allí, en un pseudoparque compuesto por diez metros cuadrados de hierba, tres bancos y unos frutales. Mientras le seguía a la luz de las farolas, fue hablando de lo estúpidos que eran estos espacios verdes, que supuestamente "purifican" las ciudades, pero que sólo sirven para que los perros vayan a hacer sus necesidades, que casi nadie recoge. Yo, sin embargo, que me he criado entre todos de verde, sé la importancia que tiene sentir la naturaleza, y le doy un valor a cada brizna de hierba que evidentemente mi interlocutor no aparentaba compartir. Pronto vi en la penumbra lo que quería enseñarme. Un ciruelo. Igual que el árbol al que se sube Pierre Antón en Nada. Cuando nos acercamos, él se quedó expectante, como esperando a que yo dijese algo.

-Vaya, no lo entiendo -Fue lo único que acerté a decir.

-¿Cómo que no lo entiendes? Es un ciruelo, como el de Pierre Antón.-farfulló, indignado

-No entiendo que me traigas hasta aquí solo para ver un ciruelo pero que te pases todo el camino criticando los pulmones verdes de las ciudades. –dije yo, si cabe, más indignada todavía.

-No te he traído para ver el ciruelo, te he traído para que nos subamos.

Aquel ciruelo era un árbol adulto, bastante alto y fornido, que resultó ser capaz de poder soportar el peso de ambos. Sólo cuando estuvimos los dos sentados en una gruesa rama me di cuenta de la agradable brisa que corría, y miré instintivamente a Samuel, que estaba con los ojos cerrados y parecía estar disfrutando del frescor de la noche.

-¿Te ha ayudado subirte aquí para aclarar tus conflictos existenciales? –espetó.

-No, no en gran medida –me reí.

-A mí tampoco –dijo encogiéndose de hombros, pero quizás tú si que puedas ayudarme a resolver una duda –dijo mientras me miraba serio, como siempre. Es que –prosiguió, ¿crees que debería de subirme a un ciruelo con una desconocida? Ni si quiera sé tu nombre.

Y otra vez ese dulce gesto que luchaba por vislumbrarse en su frío semblante.

-Vale, vale. Está bien –suspiré, me llamo Aurora. Como mi abuela –añadí.

Su gesto fue de complacencia. No conseguí saber si se sentía satisfecho con mi nombre, o simplemente con el hecho de que se lo hubiera dicho. Asintió y repitió lentamente "Aurora". Me gustó como sonó en su boca. Cuando me dejó delante del apartamento volvió a gustarme "Que descanses, Aurora".

Esto ya no es el pueblo, ni hay juegos de ningún tipo, ni Julianes que duran lo que dura un corto verano, ni lo más importante: Penélopes. Aquí sólo estoy yo, Aurora. Escribiendo, a la vez que protagonizo, mi propia historia.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora