30/10/19

4 0 0
                                    

Querido diario:

Hola otra vez. No quería esperar hasta mañana para contarte esto. Bajando las escaleras me he dado cuenta de que me había puesto una sudadera de Adrián. (Oye, me encanta esto de que "Adrián" y no Julián, haya sido el primer nombre que se me ha venido a la cabeza. Quizás esta noche las cosas han ido incluso mejor que lo que ya me parecía). La sudadera se le quedó en el desván de su casa la última vez que lo hicimos, y por lo visto, ni siquiera volvió a recogerla antes de marcharse. Aunque sea un poco vergonzoso, debo contártelo. Yo sí que volví. Me colé por una ventana que habían dejado mal cerrada. Antes de irme del pueblo necesitaba volver allí una vez más. Fue aquel día en el que vi la sudadera, colgada del respaldo de una silla, olvidada. Simpaticé con ella. A las dos nos había dejado allí, tiradas. Y pensé que merecía un nuevo comienzo, como yo, por eso la metí en la maleta cuando me vine para aquí. Mientras caminaba hacia el coche me imaginaba lo ridícula que debería de estarle pareciendo a Samuel, con esta sudadera que me llega por las rodillas y que tiene tela suficiente para hacer tres de las mías. (La verdad es que Adrián era bastante alto). Cuando me subí al coche, no pude librarme del comentario:

-¿Te has metido en la lavadora por error y has encogido o es una nueva moda?

-Me hace gracia que tú te rías de mi ropa, si llevas unas camisetas tan largas que parecen una sotana. –me defendí

Por primera vez escuche a Samuel reírse. Fue una risa corta, pero vivaz y...cálida. Además, el comentario no iba desencaminado. Si Adrián era un pino, Samuel no se queda muy atrás. Pero, al contrario de Adrián, viste siempre con ropa deportiva y holgada. El otro, sin embargo, parecía la mezcla de Sherlock Holmes, un gángster inglés del siglo XX, y Paul Varjack en Desayuno con diamantes, adaptados a un adolescente del siglo XXI. No sé cómo no me resultaba irónico estar con él así vestido, rodeados de cosechas y ganado. Hasta la sudadera parece sacada de un anuncio de Armani.

-Bueno, comenzó Samuel -espero que no hayas cenado todavía. -La verdad es que me moría de hambre.

-Oh, no había falta que me invitases a cenar –me apuré a decir- Además, ya ves cómo voy vestida, no vengo preparada para salir por ahí. –He hice un gesto para señalar la sudadera.

-En realidad había pensado que podría prepararte algo en mi piso como muestra de mi arrepentimiento por meterme hoy donde no me llamaban. Y tú siempre vas bien. O sea, quiero decir, que me da igual lo que lleves puesto. –se corrigió.

¿Se le escaparon una sonrisa y un cumplido en un espacio de ciez minutos? Desde luego esta noche Samuel había bajado la guardia.

Su piso es pequeño pero acogedor. A juzgar por lo lleno que está parece que lleve media vida viviendo allí. Desde luego no parece el típico piso de universitario. La cena no fue muy sofisticada, el menú se basó en pizza y unas latas de cerveza, pero he de admitir que estaba buenísima. Tenía mucha verdura, y sabían igual que las que cultivamos en el pueblo.

-¿De dónde sacas esta verdura tan buena? –pregunté. –En el súper de mi calle los tomates saben a cartón piedra.

-Ah, sí, son de mi huerto. –me farfulló mientras doblaba un cacho de pizza y se lo metía de lleno en la boca.

-¿Tienes un huerto? –estaba sorprendida. Este chico era una caja de sorpresas.

-Sí, en la azotea del edificio. Al principio a mis vecinos no les hacía mucha gracia pero desde que empecé a regalarles parte de lo que cultivaba están encantados, hasta me han cedido su parte de la terraza a cambio. ¿Quieres subir a verlo?

Cuando subimos los últimos peldaños apareció ante nosotros lo que me resultó el huerto más mono que he visto en mi vida. Todo estaba muy ordenado, de manera que parecía mentira que cupiesen todas esas plantas. Tiene de todo. Tomates, fresas, judías, lechugas...es impresionante. Nos sentamos en un banco junto al borde de la azotea. Miré a Samuel. Las luces de la ciudad se reflejaban en sus ojos y los hacían parecer más brillantes que de costumbre. Casi hipnóticos. Me pilló mirándole, y me giré avergonzada para ver de primera mano las vistas de la ciudad. Eran bonitas. Sin embargo, a través de sus ojos lo parecían más. En esto, sentí que el olor a pinos se intensificaba, y una mano gélida me atrajo suavemente la cabeza, a la vez que unos tibios labios se posaban en la comisura de los míos. Poco a poco, dejé que la mano rotase mi cabeza, hasta que mi boca encajó perfectamente con la suya, como las hojas de una puerta cerrada, destinadas a sellar eternamente la morada del aliento. Por desgracia, Samuel se apartó a los pocos segundos.

-Perdona –dijo- es que tenías una mancha de tomate. Entiéndelo, los cultivo yo mismo, me daría mucha pena que se desperdiciasen, aunque sea tan solo un poco. Acto seguido, una hilera de perlas se abrió pasó entre la oscuridad de la noche.

Y yo, que llevaba días esperando ver esa sonrisa, maldije cada uno de los segundos que duró. Ay, Samuel, no debiste de abrir la puerta. Yo habría permanecido así indefinidamente. Me habría tragado la llave de nuestros labios, y con ella, cualquier posibilidad de volver a separarlos.

Ahora que he llegado a casa, tengo miedo de desvestirme. Sé que cuando me pase la sudadera por la cabeza ya no olerá igual que cuando me la puse. No sé por qué, pero los olores me parecen los recuerdos más difíciles de olvidar.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora