26/09/19

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Querido diario:

Los días sin mi abuela son sombríos. Parece que cada día, cuando sorteo los charcos del aparcamiento hasta la puerta trasera del café, mi cuerpo se despoje de mi alma en uno de los rápidos desvíos, de manera que toda mi esencia se hunde de lleno en las turbias aguas del color del chapapote. No me malinterpretes. Ha sido una suerte encontrar trabajo tan rápidamente, pero nada supera los buenos días bañados del sabor a pan recién horneado, ni el olor triunfal de las lavandas que presiden la mesa de la cocina.(Las que la abuela cambia meticulosamente cada mañana). No entiendo cómo consigue que un puñado de flores silvestres den la apariencia de un elegante centro de mesa, pero lo hace. Ella es así. Todo lo que toca parece ser mejor por el mero influjo de su influencia. Por eso no me sabe mal haberla dejado sola en el pueblo. Sé que sabe cuidar de ella misma, siempre lo ha hecho. No me puedo creer que dejase que su vida terminase así, sin cerrar el capítulo de un hombre que la dejó a merced de la vida y con dos bocas más que alimentar, en un pueblo extraviado del tiempo, del cambio, de la realidad.

Al trabajo me he adaptado rápidamente. Las mañanas son ajetreadas, llenas de ejecutivos que corren como si el tiempo se escapase entre sus pelos engominados. Y me siento una autómata sirviendo cafés a esa hilera de maletines que se desliza por la barra. La mayoría no se acuerda ni de decir un simple gracias, pero yo les sonrío sin ánimo de recriminarles su actitud. Creo que alguien que ha perdido el tiempo, lo ha perdido todo. Y no puedo sentir sino lástima de aquellos hombres y mujeres que han cambiado su vida por un traje, dos mocasines y un lujoso teléfono cuyo sonar parece no interrumpirse nunca.

Por las tardes es todo lo contrario, vienen muchos estudiantes de un campus universitario que está aquí al lado. Ellos charlan, ríen y sueñan, de manera que hasta los posos de sus cafés aparentan irradiar vitalidad y esperanza. ¿Será así con toda la gente joven? ¿Irradiaré yo esperanzas? A veces temo que este trabajo me haya convertido en una dispensadora de café. Como si me hubiera fusionado con la máquina que tengo siempre pegada a la espalda, y la gente ya no viera más que eso. A veces, incluso, cuando están en exámenes, siento que estoy en una biblioteca cuyo silencio no paro de perturbar, una y otra vez, pululando de una mesa a otra. Siendo ser el foco de muchas miradas de reproche, e incluso la víctima de algún "shhh" reptiliano.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora