Epígrafe

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La sala del trono era majestuosamente grandiosa con doseles rojos y moquetas del mismo color. El oro cubría las paredes y los muebles con fastuosa pomposidad. En medio de tanta riqueza, Anastasia Románova se enfrentaba a uno de sus mayores opositores: Nicolás von Wittlesbach. 

—Desde que nací tuve que luchar por mi vida, por mi honor y mi dignidad —dijo Anastasia con una voz fría, imperturbable y llena de fuerza—. Cientos de hombres se han acercado a mí por interés y media Rusia me detesta por mi condición femenina. No soportan ver a una mujer con tanto poder —rio sin reír verdaderamente, su risa asustaba a la persona más ingenua—. He hecho cosas de las que no estoy orgullosa...He matado, he ordenado que mataran y he manipulado a mi antojo a quien he querido hacerlo.

 —Entonces, Gran Duquesa, lo admite... Es usted una bruja —comentó el príncipe prusiano con ínfulas de grandeza mientras se estiraba los guantes negros de cuero que lo protegían del frío ártico.

—Si por bruja se refiere a que los hombres no pueden pensar con claridad cuando están a mi lado, entonces sí. Soy culpable —Estiró los brazos, ensanchando así su voluminoso pecho.— Pero, ¿qué culpa tengo yo de su debilidad? ¿Qué culpa tengo yo de que no sean capaces de razonar en cuanto ven a una mujer con atributos hermosos?

—¿Y por qué será que yo la veo tan común? No entiendo que ven los hombres en usted, Anastasia —la desafió Nicolás, haciendo brillar sus ojos de serpiente maliciosa. 

La futura emperatriz de Rusia miró a Nicolás con una mirada difícil de definir. Los ojos azules, casi transparentes, de Anastasia no eran conocidos por ser expresivos sino más bien por todo lo contrario. Eran fríos, inhumanos y los culpables de labrarse una inmerecida fama como hechicera. 

—¿A qué ha venido príncipe? ¿Por qué ha solicitado una audiencia con su mayor enemiga? —preguntó, acercándose a él con pasos sensuales y propios de un zorro en época de celo. Su encanto, su coqueteo y su atractivo eran inconscientes. Jamás había querido usar su cuerpo para fines políticos, pero era inevitable que la gran mayoría de los mortales se viera impresionado ante su magnificencia y belleza. La gran mayoría... menos Nicolás. 

Nicolás era inmune a su atractivo. La despreciaba y la trataba como a una igual. Y, en parte, lo admiraba por ello. 

—He venido a pedirle, amablemente, que desista en sus planes de coronarse como la emperatriz de Rusia —Colocó los brazos tras la espalda y la miró por debajo de sus tupidas pestañas negras. —Hasta ahora ha hecho y deshecho según los caprichos de una mujer ignorante y lujuriosa. Es hora de que un hombre coja las riendas de este poderoso país que no puede ser gobernado por una jovencita que debería estar planeando su boda. ¿No tiene amigas? ¿No tiene un enamorado con el que fugarse? Dedíquese a buscar un buen corsé y deje la política para los hombres. 

La rabia la invadió. El príncipe conseguía sacar lo peor de ella. Lo odiaba. 

—¿Un buen corsé? —preguntó con ironía—. Creo que tengo el mejor del mercado —espetó, sacando rápidamente una daga de entre sus pechos para clavársela a Nicolás. Estaba dispuesta a asesinarlo, más tarde buscaría el modo de limpiarse las manos. Alguien a quién inculpar. 

Pero no fue tan rápida como la mano de la serpiente prusiana que la detuvo con un golpe seco. Los años de entrenamiento en el convento no le habían servido de nada en contra de él. Nicolás la paró y la cogió con determinación, inmovilizándola con su veneno invisible. 

—No tiene nada que hacer contra mí, zarevna. Ya le he dicho que soy inmune a sus hechizos. 

Una corriente candente corrió entre ambos dejándolos confundidos durante unos instantes. Nicolás la soltó y se apartó como si se hubiera quemado y Anastasia lo miró con los ojos entrecerrados. 

—Estoy dispuesta a matarlo, príncipe.

—Y yo estoy dispuesto a matarla. ¿Quién cree que ganará la batalla? ¿El zorro o la serpiente? 

Nicolás hizo una leve reverencia con una sonrisa maliciosa y dio media vuelta dispuesto a dejar a Anastasia con la amenaza en el aire. Lo hizo a pasos cortos, seguros y estudiados. Como siempre. Pero había algo en él diferente. Un ardor que le entraba por la mano y se colaba hasta sus huesos. Anastasia lo había quemado. 

La zarevna observó a Nicolás abandonar la sala del trono con la daga entre sus manos y su corazón acelerado. Sin duda, ese hombre no era como los demás. 

"...Mi mayor enemigo era mi corazón, siempre lo fue. No eran los revolucionarios, ni los opositores ni mi propia familia, era yo misma. Mi peor debilidad eran mis sentimientos, demasiado humanos... Si quería ser la Zarina, la Emperatriz... debía ser inhumana, indestructible. No podía mostrar compasión ni piedad y ni mucho menos, amor."

El Diario de una Princesa Rusa.

El Diario de una Princesa Rusa

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El nacimiento de la emperatriz. Dinastía Románov I.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora