🌠Capítulo 2: El tiempo puede jugar sucio🌠

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29 de agosto de 2013


En la sala reinaba un silencio sepulcral; solo se oía un pitido de la máquina junto a la chica. Su cuerpo, tendido sobre la camilla, yacía inerte. Los señores Scott aferraban su delicada mano como si no importara nada más, porque de esa pequeña unión, nacía la esperanza que ellos necesitaban para seguir viviendo.

En el sofá junto a la ventana, él se encontraba triste y abatido. Esos gran­des ojos verdes, radiantes de alegría y amor —tan característicos de él—, estaban hinchados y vidriosos.

Zack habría dado lo que fuera por vaciar su cerebro de todas las palabras que giraban alrededor de su cabeza: rabia, impotencia, frustración, amargura, de­sesperación... Prefirió dejar la lista mental a un lado, e intentar, de algún modo, sentirse menos miserable.

Se llevó la mano al pequeño corte del labio superior y palpó hasta llegar a la frente, donde se acarició la herida. De inmediato, retiró los dedos; el dolor era insoportable. Una diminuta lágrima comenzó a caer, hasta perderse en el final de su mentón y principio de su cuello. Pero el sufrimiento no era por el daño físico. No, era porque al tocarse esas pequeñas cicatrices, los recuerdos rasgaban su corazón hasta dejarlo hecho jirones.

Él tendría que estar en esa camilla conectado a un montón de cables. Los señores Anderson (sus padres), deberían haber sido los notificados del acci­dente. Sin embargo, era su novia quien estaba en coma. Por su culpa.

Todo era su maldita culpa.

—Eh, Zack. —Kevin le dio unos golpecitos en la espalda; Zack pegó un brinco, gracias al cielo que su amigo interrumpió sus pensamientos. Sentía que la tristeza se lo estaba tragando de a poco—. ¿Quieres salir?

Si bien no le parecía correcto alejarse de su novia ni por un instante, asin­tió. Quizás un poco de aire le ayudaría a despejarse.

Caminaron por el pasillo de la clínica privada hasta llegar a la sala de es­pera. Pese al enorme televisor de pantalla plana, la gran iluminación y la música ambiental, Zack se sintió incómodo. La pulcritud del lugar le daba una impresión de frivolidad y profesionalismo exagerado. No parecía un bo­nito lugar para recuperarse, le faltaba color y calidez, dos cosas que Eli ado­raba.

Vio a Sasha y Amy sentadas en los cómodos sillones de cuero negro, la primera leía el periódico, mientras que su hermana tenía la vista clavada en su teléfono celular. Se veían tranquilas, tal vez demasiado. ¿Cómo era posible que la pena no se las estuviera tragando vivas?

—Chicas, vamos a salir un rato —anunció Kevin—. ¿Se unen?

—¿Cómo está Eli? —preguntó Sasha al instante.

—No pondré un pie fuera de esta cosa hasta ver a mi amiga —agregó Amy.

Casi lo había olvidado: ellas no habían podido ver a su novia. Los señores Scott solo le permitieron la entrada a Zack.

—Estable. —El padre de Eli había salido de la sala y estaba frente a las mellizas. Tenía el rostro quizá más demacrado que Zack—. Les agradezco mucho por estar aquí, ustedes son muy importantes en la vida de Eli, espero que lo sepan...

—Por nada, señor Scott—le interrumpió Sasha (cosa rara en ella).

—Lo sé —agregó Zack—. Siempre voy... vamos —se corrigió, apenas vio la mirada furiosa de Kevin— a estar junto a ella.

—Es por eso que queremos verla —exigió Amy.

El padre de Eli cerró los ojos y negó con la cabeza. Se sentó junto a las chicas y les explicó que su esposa quería estar a solas con su hija. Que el médico había autorizado únicamente las visitas para su familia directa, al menos hasta que saliera de la UCI. Zack creyó que era lo correcto, si el doc­tor decía que ellos no podían entrar, había que acatar su orden. Como era de esperarse, hicieron una excepción con él, a pedido de los padres. ¿Cómo no se daban cuenta sus amigos? Zack sería su familia directa en cuanto se gradua­ran de la universidad.

Coma (Entre comillas, #1) [¡Disponible en las principales librerías de Chile!]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora