🌠Capítulo 35: Tablas de oro por aquí, estrellas de David por allá🌠

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07 de junio de 2010

Samuel Esteban Díaz Wainberg, judío de nacionalidad mexicana, estaba a punto de quedarse dormido sobre su pupitre. Él nunca disfrutaba de las clases de robótica como la mayoría de sus compañeros hacía, y sin embargo, el Consejo le suplicó tomar la asignatura, alegando que era uno de los mejores de clase, y por lo tanto, tenía que aprovechar sus cualidades al máximo en vez de luchar por negarlas.

Miró la hora: veintitrés minutos para el toque de timbre.

Decidió desconectar su cerebro del Doctor Green (así es, el escuálido profesor de no más de treinta años tenía ya tres doctorados y le encantaba presumirlo obligándole a los alumnos a llamarlo por "doctor") y centró su atención en el resto de chicos quienes, por razones que Samu nunca llegaría a entender, no quitaban sus ojos del veinteañero.

El reloj de la pared pareció estancarse y no avanzar, lo cual fastidiaba bastante al muchacho. Para su suerte se volteó esperando algo de apoyo y encontró lo que buscaba; Vice y Flo se veían casi o más aburridos que él. Y es que robótica rara vez captaba el interés de los hispanohablantes. Era común que ellos destacaran en latín, filosofía, ética e historia. Los anglosajones en cambio, lideraban robótica, química, física e informática. La división era notoria: humanistas versus matemáticos. Tan solo los unía un único propósito. Todos aspiraban a cambiar el mundo, a perdurar en la historia, a volverse reconocidos científicos.

Claro que, si los asiáticos no los opacaran con su impresionante superioridad en absolutamente todo, tal vez los chicos podrían de verdad creer que lograrían inventar algo para mejorar la Tierra. No importaba qué fuera, ellos siempre los superaban.

Pinches chinos sobrenaturales, ¿cuál era su secreto?

Volvió su atención a Vice, el único chileno del internado. En su mayoría, había ingleses, rusos, alemanes, hindúes y japoneses. Después de todo, la colegiatura era impagable. Un solo semestre allí equivalía a un año entero en Harvard sin ningún tipo de beca.

Siete minutos para el recreo.

Está bien, ellos tenían mucho más que un "recreo". En México, cuando cursó primero y segundo de primaria, el toque de timbre implicaba un descanso de unos veinte minutos. Nada muy increíble la verdad. Sin embargo, en el internado Rosalin Franklin gozaba de una preciosa hora libre para descansar y pasear por el inmenso lugar. Pero no todo era tan hermoso en Inglaterra, Samu lo sabía. Los días eran, en su mayoría, mucho más grises que en México, las personas rara vez eran cariñosas con él, y lo peor de todo: extrañaba a su familia.

¿Ah, en serio se lo creyeron?

¡Tacos, bendita gente! ¡Anhelaba probar un pequeño mordisco de esos celestiales manjares! Claro, su familia también era importante para él, pero los tacos, son tacos. ¿Por qué los ingleses tenían que ser tan sofisticados y no poner un grasiento puesto de tacos en la esquina?

—Pss, Sam, presta atención —le regañó su vecina de banco. A veces parecía más su mamá.

—¿Alguna pregunta antes de finalizar la clase? —oyó preguntar al Doctor Green.

Obviamente, ella fue la primera en alzar la mano.

—¿Cuándo abrirán las inscripciones para clasificar a los nacionales?

—Dos semanas.

Por fin sonó la tan esperada campana que daba fin a aquel martirio. Los cuatro amigos salieron del salón y se juntaron con los otros dos chicos del grupo en la estantería de trofeos donde los pasillos se conectaban. Sebas se estaba arreglando las gafas, mientras que Kumiko ya los había visto y les sonría con amabilidad.

Coma (Entre comillas, #1) [¡Disponible en las principales librerías de Chile!]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora