23. Acción y Reacción

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«Eso es... —escuchó Román, la voz que lo acompañaba, que vivía y convivía dentro de él—: Mátalo. Acaba con él. Has querido hacerlo desde un principio, es tu oportunidad. ¡Vamos! Demuéstrale quién es el Elegido...»

Volvió a apretar el amarre y aplicar fuerza para restregar la cara del ComeDonas en la superficie ya transgredida. Los escombros hicieron lo suyo y un liquido oscuro y viscoso comenzó a emanar...

Un grito.

Una risa desenfrenada.

Los sentidos de Román estaban bloqueados.

Retiró las manos.

Si hubiese estado en sus plenas facultades, habría sabido que su Kohai había lanzado el grito. Y que la risa desenfrenada había emergido de él.

Sintió un tirón que vino desde la parte trasera de su camisa. Alguien intentaba detenerlo pero no le importó. La presa mantenía su atención completa.

«Acaba con él. —Le ordenó la voz—. Es lo que querías. Lo que necesitas. Uno menos. Luego acabas con el otro. —Soltó el amarre y la cabeza de Fernando descendió con un sonido sordo, como si hubiera dejado caer un costal de papas...— Sí. —Continuó la voz—. Ahora. ¡Hazlo!—. Alzó la mano. Un NO se escuchó.

Mismo efecto: su ser lo ignoró. Su mano apuntó a la cabeza. Sus dedos fijos. Rígidos. Filosos como una espada. Una luz centellaba en las puntas. Era como volver al pasado, cuando él tenía hambre y el hambre lo hacía bajar de su casa en la cima de la montaña por comida. Las bestias no esperaban en aparecer, en atacar, tan hambrientos y sedientos de sangre como él.

Y peleaba. Y ganaba. Y utilizaba su carne como alimento, su piel frita como postre, su sangre como elixir. De ella obtenía los mejores nutrientes. Los mejores poderes. Con el tiempo se hizo rutina. Aprendió a identificar las bestias, a elegir y separar las comidas. Las más ricas, las más nutritivas, las más necesarias.

Nunca había probado un ogro. Eran poco comunes encontrarlos donde vivía. Eran aislados de la sociedad, difíciles de cazar y permanecían y atacaban en manada.

Al ser bestias gigantes y corpulentas, podía imaginarse el sabor de su carne. El tipo de poder que le transferirían.

Además, por si fuera poco, su Maestro le había dicho que sus carnes eran de las más duras. Sus huesos de los más difíciles de roer.

Se relamió el labio inferior. Pronto lo comprobaría...

Acarició el pelo humano del ComeDonas, como quien acaricia la vaca que está apunto de matar para la fiesta familiar que se celebrará en la noche. Se preguntó cuánto tiempo duraría sin que su cuerpo cambiara y se mostrara como el ogro que era. Quiso esperar pero su ser estaba impaciente. La resistencia de Fernando había menguado. Su cuerpo no cambió y lo creyó mejor. Matarlo lo haría más fácil. «Más rápido». Un golpe y adiós. Se sentía piadoso.

¡Ni siquiera le dolería!

—¡Basta! —gritaron.

No escuchó.

No le intereso siquiera quién gritaba. La luz que emanaba su extremidad incrementó, consumió la figura de su palma.
«¡Ahora! —se dijo».

Pero no hubo acción.

Fernando estaba inerte. Dispuesto. Entregado a la muerte. Y eso causó un corto circuito en él.

La lucidez llegó a su mente. Se sintió como si hubiera en él un apagón. Un drenaje de adrenalina.

Las presiones, las insistencias de aquella voz cedieron. Callaron y dieron paso a los gritos del exterior, que intentaban detenerlo.

Los músculos de su cuerpo se sintieron débiles. Sin embargo, su brazo, ajeno al resto de su cuerpo, continuó en lo alto, furioso, renuente. Con la misma pretensión. Imaginó que se dio cuenta de lo que pasaba dentro de él, y con la vida que había cobrado, intentó moverse antes de que pudiera detenerlo. Pero a quince centímetros de que lograra su cometido y acabara con la vida de aquel que conjuntamente quisieron matar, consiguió que el falso brazo le respondiera.

Tuvo que emplear el brazo derecho y como este seguía débil, tembló ante el esfuerzo.

«¿Qué estás haciendo? —se reclamó—. ¡Mátalo, mátalo! ¡¡MÁTAALO!!».

La contradicción se adueñaba tanto de su cuerpo como de su mente. No iba a hacerlo, no iba a matar al tonto ComeDonas, pero antes de que siquiera le dieran la oportunidad de decidirlo, un proyectil, que no supo advertir, dio en su brazo izquierdo y como no había solido con qué pegar, no hizo más que atravesarlo fugazmente. Todo fue tan inesperado como rápido. El ataque cruzó su brazo inexistente, rebotó una vez en la pared y luego hizo estallar en mil pedazos el muro.

Que lograra escapar de la explosión, con todo y el ComeDonas herido, colgando de su brazo, fue un milagro. La adrenalina había devuelto la vida a sus músculos y estos supieron responder con prontitud.
Cuando el desastre menguó y él dejó al ComeDonas en tierra firme fue cuando pudo identificar quién le había disparado.

El poder de destrucción no podía mentir.

Estaba de pie, a dos metros de distancia. Sudorosa. Espantosamente vestida y despeinada. Con diversas heridas en la cara y la piel, que eran resultado de los duros entrenamientos... Y lo observaba con aquellos ojos oscuros tan desconcertados y penetrantes.

«Kohai...»

Frente a él: La asesina VIL de su melena.

¿Qué culpa tiene Tangadia?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora