25. El falso instinto protector

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¿Y si pedía disculpas?

No.

Se había acercado a recibirlas no a darlas.

Aunque ella ya lo había hecho un centenar de veces...

¿Entonces, qué? Había llegado a un callejón sin retorno.

No sabía ni qué pensar, menos qué hacer.

¿Por qué su Kohai no podía ser un pato normal?

Era una garrapata mutante, llorona e insistente.

Sentía el sol quemar y la incomodidad asfixiarlo.

Recogió los trozos de su orgullo desvaratado, los junto en su bolsa de dignidad y los amarró con la cinta del olvido.

Aunque sabía que el nudo que pondría tarde o temprano cedería a la abrir las heridas.

Como fuera, era incapaz de ejercer un sólo pensamiento racional con los sollozos de su Kohai.

Dio un largo y extendido suspiro.

—Ya, de verdad, Kohai, cálmate.

¿Había dicho, ya, que era insoportable?

Pues no. Era peor. ¡Y lo que le seguía! Era necia, terca y no hacía caso.

Intentó escapar de su abrazo, alejarla con empujoncitos consistentes, pero estaba empecinada a que los encontraran años después con los cuerpos unidos, sasonados de tierra y bien rostizados.

—Yo... Yo no quería... —balbuceó entre sollozos—. Pensé que lo habia herido, Sempai... Pensé, pensé...

«¿Pensó?» se preguntó Román.

—¡Lo hiciste! —Exclamó entonces, con la chispa del enojo y dolor, que se encendió de repetente y se consumió después, en un santiamén, ante un sin querer.

Mal momento para ser sincero.

Paola volvió a soltar un chillido martirizante, tan fuerte que los rastros de cualquier otro sentimiento que no fuera el temor se borraron de él. Volvió a Hernando, lo ultimo que quería que pensara es que él estaba torturandola como había hecho con su hermano. Pero lo vio enajenado, atentiendo las heridas de su gordo hermano y antes de cuestionarse ¿qué le interesaba lo que pensara o no ese desgraciado ComeDonas de él?, Paola lo distrajo con su show.

—¡Lo sabia, lo sabía! ¡Lo siento! ¡Lo siento tanto, Sempai!

Román rodó los ojos en un gesto de ironía. Y por más que trató (en serio trató) de mantener su boca cerrada, ésta, rebelde e independiente, como todo él y el resto de su cuerpo, se tiró a mascullar entre dientes...

—Ya somos dos... Pero más yo.

¡Él era la victima! El sufridor. El que sentía y sentiría más que cualquiera. Y si no estaba llorando aún, era porque, al parecer, su Kohai ya se había tomado la tarea de llorar por los dos, y a él, esas cosas tan sentimentales y demostrativas, nada más no le iban...

Paola se apartó de inmediato de él, con los ojos hinchados como dos pelotas de beisbol y tan rojos y centellantes como los de un cachorro. ¿Paró? Pensó, al verla llenar sus pulmones con una gran bocanada de aire. Pero no. Lanzó su cabeza hacia atrás y con unos gritos espantosos se puso a chillar más.

Román retrocedió unos pasos hacia atrás espantado. ¡¿Es en serio?! Se cuestionó, entre su nerviosismo y desesperación. ¿Cómo podía alguien llorar tanto? ¿Eran siquiera, esas, lágrimas reales? ¿De dónde sacaba tanta agua?

La vio hincharse y ponerse roja. ¿Qué seguía? ¿Iba a explotar?

Román evitó que sus piernas siguieran queriendo escapar. Plantó los talones firmes a la tierra caliente. Éstos sorprendentemente no se quejaron. Eran comprensibles y sabían que en ese lugar ya no había lugar para más quejas. Eso, o estaban, ya, lo demasiado quemados, tanto que un poco más de calor no les supo a nada.

—Basta, para ya... —masculló, pero su voz se perdió entre los vehementes sollozos.

Román quiso arrancarse los pocos pelos que sentía que le quedaban en la cabeza.

Ya no podía soportarlo.

—¡¡Era broma!! —le dijo, finalmente, fingiendo en su voz una emoción vivaz y fina, muy parecida a eso que las personas vendían a los demás como felicidad. Rio para hacerlo más convicnte. Si hubiese estado un poco más cerca de su Kohai, incluso le hubiese propinado una palmadita en el hombro, muy al estilo tejado—, Estoy bien. Estoy feliz, ¿no ves? No tengo nada. Está todo cool, todo padre, como dices tú. Todo chido. ¿No ves? —Por alguna razón que no estaba seguro llegar a comprender nunca, a su mente acudieron más palabras arremolinadas y mexicanas que salieron en automático—. Ya Aliviánate. Compadre. Carnal. Cuate... Chile... Ta...¿Tacos? —Paró cuando se dio cuenta que la desesperación estaba siendo proporcional a su estupidez.

Sin embargo antes de reclamarse nada, sus sentidos captaron paz, los sollozos de Paola empezaron primero tímida y después vivazmente a mutar a risas.

Se limpió la nariz roja y moqueada con la manga de su uniforme y casi por consecuencia Román volvió su vista a su pecho, justo donde estaba la tela que, se suponía, debía cubirlo del sol...

—Iugh. —dramatizó, con su mejor cara de asco—. Después de limpiar eso, limpia acá que me has llenado de mocos...

Paola rio. Pequeños sollozos aún interrumpían su agitado respirar.

—Sí, Sempai. Lo siento tanto...

Él avanzó.

—Déjalo ya. ¿Cómo era la otra frase? —dijo, con el ejercicio del recuerdo en proceso—. Ah, sí. Pásele, no hay fijón.

Era una tontería, no tenía sentido, lo sabía. Su cerebro había aprendido todas esas palabras y frases en su corta visita a México y como si pensara que algún día iba a necesitarlas empezó a hacer una lista de ellas que, ahora, parecían salirle graciosos y sin ningún esfuerzo.

Escuchar reír a su Kohai con ello después de tanto llanto, era como una brisa de aire fresca en aquél clima árido.

Incluso pudo olvidarse un momento del infernal ardor que le escocía en todo el cuerpo.

«Debí usar manga larga, pantalones de campana...» Y lo más importante: Bloqueador.

Paola se enjuaguó las lágrimas, la vio hacer una sonrisa pero esta se esfumó antes de que fuera hecha. Juntó las cejas y quiso decirle algo pero justo en ese isntante, apareció Lovecraft.

Si pensaron que había llegado alarmado por el ruido de la explosión y el show que Román Sempai y su Kohai habían dado, estuvieron muy equivocados. Pues, por la cara de sorpresa que puso cuando los vio a ellos y de espanto cuando vio a sus ComeDonas y de endemoniado cuando avistó el desastre que habían hecho alrededor, no cupo duda que no.

No venía a ningún rescate.

Cuando el viejillo volvió la vista a Román, con exigencia tácita en su gesto, éste inmediatamente le mostró los dientes enfilados en una perfecta y amplia sonrisa.

Meneó el brazo, como dando la bienvenida.

—Pásele güerito. —le dijo, mordaz. Con el mejor acento mexicano que pudo.

Creyó que reiría. Que sonreiría por lo menos. Pero Lovecraft no era su Kohai y no sabia de apreciar los buenos chistes. Al contrario. Parecían enardecerlo.

Entonces apagó su sonrisa. Drástico. Natural. En automático.

Resultaba claro que el viejillo estaba furioso. Que buscaba culpable. Que lo que había visto lo había enfurecido y no repararía en escarmientos.

Entonces se colocó a la par de su Kohai, con un genuino instinto protector y disimuladamente pasó un brazo por detras de los hombros de ella. Y antes de que el VivoMuerto pudiera explotar o su Kohai pudiera reaccionar y decir algo, la lanzó hacia el frente. Justo frente a Lovecraft.

—¡Fue ella!

¿Qué culpa tiene Tangadia?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora