Cuantas veces en la plática familiar mis progenitores me hablaron del valor de un saludo, de la grandeza del apoyo y el alivio del desahogo. Aquellos sueños banales de alzar mansiones inmensas y llenarlas de personas que aún en su compañía te hacen sentir solo, alargar una cuenta bancaria con la mayor cantidad de ceros posibles, caminar y que conozcan tu apellido mientras ignoras sus ojos es tan importante como el cero antes del uno, tan importante como un grano en el reloj de arena, tan útil como el óxido en el metal, tan notoria como la hoja en una jungla. Camina un poco y observa tu alrededor. Niños descalzos, sucios, con harapos como vestimenta, con su estómago rugiendo como un felino, su garganta reseca como en tus días de resaca, lágrimas evaporadas en sus mejillas y aún así sonriendo por nada y agradecidos por todo. Ancianos temblorosos, desdentados, con la piel quebradiza rezando fuera de los palacios religiosos esperando la bondad que tanto se predica. El destino es incierto porque sufre metamorfosis brutales; aquellos niños pueden volverse ídolos o delincuentes, aquellos ancianos pudieron ser ángeles o demonios. Uno no pueda dar juicios de valor deliberadamente y condenar a un individuo por el prólogo o el epílogo de su historia, no puedes vociferar sobre tu tela egipcia mientras otro valora sus trapos, no debes quejarte del corte wagyu "demasiado cosido" si la madre urga en los basureros para alimentar a su hijo. Mis padres dicen que callar es de nobles, responder con una sonrisa de gratos y maldecir de ignorantes. Mi padre y mi madre poseen las bondades de la vida e inculcaron nobleza en sus descendientes. Quizá por eso no me importa predicar paz y prefiero practicar la bondad. Debería agradecerles pues me enseñaron a ver el alma y el corazón más no el empaque de un producto.
