Me senté en un rincón, era una esquina poco iluminada pero lo suficiente como para leer con comodidad. La estancia tenía una mesa cuadrada espaciosa, baja de madera, de esas que son de café y más pequeñas de lo normal, estaba rodeada de múltiples estanterías, casi tantas como las de mi habitación.
Apenas me senté me quedé mirando a la nada, simplemente recordando. Cuando era pequeño ya sabía cómo terminarían mis padres, las peleas entre ellos se volvieron una constante. Para resguardarme iba a mi cuarto dónde hacía un búnker de cojines en el sitio con menos iluminación: un hueco que había entre el armario y la ventana, cogía mis EarPods, ponía Creep: Fighting Stronger o luchando para ser más fuerte, tomaba un libro y armado con una linterna y una habitación en penumbra esperaba a que los gritos de la planta de abajo cesaran. Podía pasar horas enfrascado en un libro de fantasía.
Esa clase de libros en cuestión de segundos hacían que perdiera la noción del tiempo, hacían que me fundiera con las páginas, entraba en un mundo que ojalá pudiera sustituir al real, ya no estaba en mi búnker, podía estar en Narnia o en la Tierra Media de Tolkien luchando junto a elfos.
Tocó la campana, al final solo tomé dos bocados de mis galletas caseras, por lo menos me tomé mi yogur. Salí del refugio que era mi esquinita, me despedí con una ligera inclinación de cabeza de la bibliotecaria, ella negó la cabeza con alegría, pero se despidió de mí agitando su mano, de seguro pensó -sin equivocación- que al día siguiente, a la misma hora me tendría en la biblioteca.
La clase que me tocaba ahora era Histología y Embriología General Humana. Todavía no conocía al profesor o profesora, desconocía dónde se situaba el aula. Volví sobre mis pasos para preguntar a la señora Divinia, ese era el nombre de la amable bibliotecaria. Con una sonrisa ella contestó cortésmente que el aula no estaba muy lejos de dónde nos encontrábamos, es más, dijo que estaba pegada a la biblioteca. Sonreí como muestra de agradecimiento.
Justo al entrar encontré a un joven profesor sentado sobre su mesa. Era bastante alto, de cabellos muy oscuros, eran cortinas de color negro azabache que enmarcan muy bien su rostro. Sin titubear e ignorando la mirada que envió hacia mi persona me senté justo delante de su mesa, notaba cómo me escaneaba con la mirada, tener esos penetrantes ojos escudriñandome era algo totalmente extraño, observaba cada uno de mis movimientos cuando yo simplemente estaba sacando el material necesario. No pude evitar conectar la mirada con el profesor y sostenerla hasta que el propio profesor dió un paso para atrás, mentalmente solté una carcajada. Con un movimiento brusco giró el cuello, para mirar atentamente una pila de exámenes -de lo que asumí eran del curso pasado- como si de la octava maravilla del mundo se tratase.
Cuando entraron mis compañeros el extraño profesor se presentó, ahí supe que se llamaba Herick, la clase dio comienzo. Las dos horas que duró fueron interminables, por lo menos para mí, embriología no era más que otra rama de la medicina; sólo que trataba más de la creación del ser humano, es decir desde la fecundación. Dos horas hablando del mismo tema, estancados en la misma fase. Llegó el momento en el que la prodigiosa campana sonó, fui el primero en abandonar el aula para ir a la original, era la hora de Bioquímica.
Ranim, una mujer de pelo corto pelirrojo era la profesora de la mencionada asignatura, su cabello rojo era atrayente a la vista, no era llamativo, no hería la vista, era de un tono suave, natural. Al parecer ella ya me conocía u oyó hablar de mí a juzgar por la forma que tenía de mirarme a la cara y su amistoso saludo. Me senté en la misma posición que en mi pasada clase de Biología Molecular, frente a la blanca pizarra.
La hora que duró esa clase pasó enseguida. Ya tenía una base ancha en la mayoría, por no decir todas las asignaturas. Cuando la campanilla se hizo sonar atiné simplemente a despedirme con mi clásica reverencia japonesa y salir del aula. Hice una pequeña parada técnica en la taquilla, donde sustituí los libros de hoy por los de mañana. Por fin emprendí el camino de vuelta a casa.
Durante el camino puse un par de canciones de los orígenes de Queen, tal vez ya no fueran tan actuales o a la gente no les gustasen, pero eran y siguen siendo un confort que crea un escudo en mi vida. Una vez que salí del metro y llegué a casa, me preparé algo sobre la marcha, un bocadillo de tortilla francesa y tomate, no era mucho, pero necesitaba lo que se dice un bocado rápido. Cuando terminé salí disparado escaleras arriba, poniendo en el cesto de la ropa sucia mi uniforme usado. Me cambié por algo mucho más cómodo: un suéter de corte en 'V' con unos pantalones negros. Cogí mi bicicleta, con la idea de ahorrar aunque sea un minuto de tiempo, me coloqué mis auriculares, los conecté con una velocidad envidiosa con mi IPod, puse cualquier álbum y rápidamente pedaleé en dirección al Moka Coffee ya que mi turno empezaba en tres minutos.
Al final logré llegar con solo dos minutos de retraso.
Ylia, mi compañera de trabajo ya estaba esperándome haciendo su turno en la caja, yo tenía que vestir mi delantal oliva, el entregado en mano por mi jefa Laux Reil quien al dármelo me dió una enorme sonrisa, yo traté de imitarla lo mejor que pude en ese momento. Tomé una libretita que estaba escondida en el bolsillo interior del delantal, armado con mi bolígrafo personal fui al encuentro de los clientes. Tenía el delantal verde, pero yo creía no ser capaz de portarlo todavía.
Dos clientes entraron en el café, pidieron, pagaron y se fueron. Así pasaron las horas, hasta que porfin llegaron los que serían mis últimos tres clientes de la tarde. Al cumplir con mi horario dejé mi delantal en mi taquilla y me despedí de Ylia.
Las siete de la tarde, cuando salí del local decidí no ir a casa, ahora disponía de un valiosísimo tiempo libre así que decidir ir a dar una vuelta al parque que estaba a menos de una manzana del trabajo. Una vez que llegué, mi mente empezó a dar vueltas. Debería ponerme a repasar para las lecciones de mañana, tal vez perdía el tiempo estando en el parque, después de todo estaba en mi primer año de la facultad.
Mi disputa interna fue ganada por la parte racional de mí que quería permanecer encerrada en casa, al final acababa apenas de llegar al parque para darme la vuelta, volver en mis pasos hasta llegar de nuevo a mi morada.
Pasé mi tiempo libre haciendo apuntes, subrayando y descansando según regía el método de estudio "Pomodoro". Las próximas cuatro horas pasaron demasiado rápido para mi gusto, no tenía hambre tampoco. Me dí una ducha y cambié a un conjunto de pijama gris. No sé porqué, pero cuando mi cabeza tocó la almohada era incapaz de dormir. Estuve rodando y girando de un lado a otro de la cama, perdí la noción del tiempo, mis recuerdos me llevaban una y otra vez a la cara de la pequeña Lizzy cuando me vio vomitar. A esa cara de culpa, sus ojitos entrecerrados con lagrimillas escapando por aquí y por allá, me prometí a mí mismo hacer todo lo posible por no ver esa expresión nunca más en la cara de mi pequeña. La mente se pasó haciéndome malas jugadas, haciéndome creer que la niña no me quería porque era una persona demasiado débil para su propio bien.
De un momento a otro terminé por coger la cuchilla de afeitar. En un subidón de energía entré corriendo al baño, sin titubear la cogí entre mis manos, era un tesoro de metal, tenía un aura de extraño encanto, con un ágil movimiento subí mis dos mangas, mis brazos no tenían apenas huecos libres que ya no estuviesen llenados por feas y permanentes cicatrices o líneas rojas todavía no cicatrizadas, en ese momento todo me daba exactamente igual. La deslicé apretando suavemente sobre mi brazo derecho, observando con una sonrisa tranquila como el tinte rojo carmín escurría por mi brazo. Mi brazo izquierdo corrió la misma suerte que el derecho, seguí así hasta que sentí que podía descansar tranquilamente. La pérdida de sangre muy seguida o repentina puede causar muchas enfermedades y estas mismas volverse crónicas o críticas, por suerte no acudo mucho a los cortes, dejo que cicatricen antes de crearlos de nuevo. Trato de no recurrir a ellos muy seguido.
Lizzy tiene un muy buen ojo para aquellas cosas que a ella le importan. Tiene un muy bonito corazón a pesar de tener la mente tan madura, me recuerda a mí mismo cuando tenía su edad. Lo único que nos diferencia es el hecho de que yo sí tenía padres, puede ser que no me quisieran, pero al menos pude tenerlos en casa y a mi lado hasta que la fama nos separó. A partir de ese punto todo se vino abajo a mi alrededor, ella fue abandonada, según la Señora Emir, por sus progenitores.
Mi cabeza empezaba a pesarme, me tuve que sentar en el retrete, apoyé mis codos sobre mis rodillas y oculté mi cara entre mis manos, miré el interior de mis mutiladas extremidades, no me incomodaba ver tanto rojo, era una vista común para mí. El líquido todavía escapaba en pequeños riachuelos, me daba lo mismo. No importaba lo distorsionada que estuviera mi vista o los giros que parecía dar mi cabeza por el súbito mareo, me gustaba.
Con pesar me levanté de mi posición, apoyándome ligeramente en la pared. Con agua limpié la sangre restante observando cómo esta se iba por el sumidero del lavabo. Bendé ambos brazos, no sin antes aplicar un coagulante en spray sobre las heridas y las vendas, así no tendría que lavar los vendajes más tarde, las manchas de sangre no son fáciles de sacar una vez que la prenda se impregna con ellas. Una vez que mis brazos estuviesen cubiertos, coloqué bien las mangas de mi pijama, por suerte todas mis camisas tenían las mangas bastante largas, pasaban mis muñecas, lo que facilitaba mantener los vendajes ocultos de la vista de los demás.
Mi cabeza ya no pesaba tanto, ahora se me complicaba la tarea de mantener mis párpados abiertos, ahora sí podría tratar de conciliar el sueño, el escozor siempre me ayudaba a dormir, era como una suave nana susurrada por mis líneas.
Me escondí entre las sábanas y mantas de mi cama, me volteé para buscar mi móvil, las tres y media de la mañana, suspiré, no era muy tarde, me quedaban tres horas de sueño, me quedé mirando el techo durante algunos minutos, admirando como este era iluminado por el astro que estaba en cuarto creciente. El escozor persistía intensamente, eso fue precisamente lo que me reconfortó lo suficiente como para llevarme al dichoso mundo de la inconsciencia o al de las pesadillas, por desgracia era este último el que me reclamaba más a menudo.
Me levanté dos horas después, a las cinco y media, sabía perfectamente que no podría dormir más, con pereza me levanté de la cama, seguí la misma rutina de siempre, mi café oscuro acompañado por una simple tostada de mantequilla junto a mi libro de bioestadística, a su lado mis notas de evolución y adaptación del organismo humano al medio ambiente, otro libro abierto cubierto de subrayador verde, este último era biofísica.
Cuando terminé de desayunar y de estudiar, viré a ver el reloj, 6:18, bueno, la universidad no comenzaba hasta dentro de dos hora y poco. Para hacer tiempo planché mi uniforme, asegurándome de eliminar cada una de las arrugas. Me alisté para el que iba a ser el último día de universidad, al menos de esta semana. Tomé mis apuntes y libros de la mesa, los metí en la mochila junto a mi bata de laboratorio larga y mis gafas de protección.
Mi cabello lo amarré en una coleta baja, dejando dos mechones enmarcando mi rostro, decoré la coleta con un simple lazo negro, esta vez no me coloqué mis auriculares, no tomé el metro tampoco, necesitaba un cambio de aires. El frescor de la brisa mañanera era justo lo que hoy necesitaba, no me apetecía entrar a empujones en el metro, hoy iría caminando a mi ritmo.
Sentí como la fría brisa chocaba contra mi pálido rostro. De pequeño siempre me escapaba por las mañanas para ver el amanecer desde el tejado, padre dejó una escalera olvidada en un rincón, yo subía a observar como el cielo se cubría con esos bellos colores, me recordaba que seguía vivo, que existía para poder volver a ver un nuevo día, puede ser que continuase sintiéndome más solo que nadie, al final daba igual. Soledad era bastante compasiva conmigo, después de todo no me separaba de ella.
De vuelta a la realidad, había estado tan metido en mis recuerdos que ya ni me daba cuenta del hecho de haber llegado a mi destino. Eran las siete y cuarto según mi reloj de bolsillo. Entré sin más al edificio, que por cierto consideraba mi verdadero hogar, bueno, segundo hogar, el hielo siempre fue mi primera casa. Sin embargo mi amor por la medicina nació mucho antes, gracias a mi padre siempre he estado ligado a ella de alguna manera.
Llegué a mi taquilla, atravesando los desérticos pasillos, dejé mi bata de laboratorio colgada de una percha junto a las protecciones adecuadas para las prácticas de laboratorio.
Cuando no estaba repleta de estudiantes la facultad daba bastante miedo, los rayos del sol comenzaron a iluminar los tenebrosos pasillos colándose por las medievales ventanas dando un toque terrorífico a las paredes. Me encaminé sin prisa a mi clase de bioestadística, esta sólo duraba una hora. El recorrido se me hizo algo tedioso. El aula se localizaba el el sexto piso, era la tercera puerta a la derecha, llegué al aula sin muchos estragos, guardé el mapa en el bolsillo. Abrí la puerta y tomé asiento.
En el instituto me encantaba estadística. La tabla siempre ocupaba más de una página en horizontal de libreta; era conocida como la 'malditamente larga tabla' entre mis compañeros, a mi no me lo parecía, me fascinaba aprender lo que aquellas cifras podrían llegar a significar si se multiplicaban y aplicaban las expresiones algebraicas correctas. Estadística mezclada con biología sonaba muy bien. Los tres primeros temas de 'Bioestadística para primer curso' el libro del primer año de medicina fueron fáciles de comprender, las fórmulas eran parecidas a las de otros libros de Estadística que había estudiado.
Pese a no haber hecho bachillerato Kevin tenía las mismas habilidades que cualquier otro universitario sobresaliente. El adolescente de quince años tomaba prestados o compraba muchos libros de cursos superiores, así que en cierto modo era como si hubiese hecho el bachillerato y pasado con espectaculares resultados, sólo que en verdad el mérito era totalmente suyo.
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Protégeme
RomanceUn chico, Kevin, de quince años, se queda acompañado de Soledad. Sus padres, en pos de la fama lo dejaron a merced de la suerte. Lo obligaron con insultos a ser un prodigio sobre hielo, un arte en la que destacaba, para después abandonarlo. Kevin, h...