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Limpiar a profundidad la casa de los abuelos siempre se volvía una pesadilla. Era una casa pequeña: cocina, sala, una habitación y un baño. Un diseño básico y recto, sin pasillos. Todavía así necesitábamos muchooo tiempo para dejarla más o menos decente. ¿La razón?

—¡No tiren eso!

—Pero si ya no sirve —alegó Raúl, sin soltar el motor de una antigua licuadora—, ni siquiera prende, abuela.

—¡No importa! ¡Es mía y la tengo ahí por algo!

—Necesitas deshacerte de las cosas que ya no sirven para despejar la casa y poder traer cosas que sí funcionen —dijo Enrique que estaba sobre una caja plática para poder alcanzar los vasos del último cajón del trastero.

—Cuando me muera podrán hacer lo que les plazca con mis cosas, por ahora no las toquen.

—¿Otra vez? —repliqué—. ¿Por qué intentas dejarnos como los malos? Necesitan espacio y que esté limpio para que puedan moverse mejor y no sea tan peligroso andar por la casa.

La abuela suspiró y se dio la media vuelta, eso no significaba que hubiera accedido.

Mis hermanos y yo nos miramos unos a otros.

—¿A dónde se fue mi mamá? —renegó Enrique.

—Fue a la casa a hacer la comida.

—Eso es mejor que estar aquí —dijo Raúl, mirando la abominable pila de trastes que estaban sobre la mesa—. Parece infinito.

Azoté las manos sobre el agua con la que lavaba los trates. La espuma salpicó y me cayó sobre la playera y la nariz.

—¿Y dice que no es? —murmuró Enrique con irritación.

Raúl bufó.

—Hazla entender.

Me limpié el polvo de la frente con el antebrazo.

—Dicen que es un complejo de pobreza. Las personas que antes no tenían nada se aferran a todo lo que consiguen tener después, aunque ya no sirva. Acumulan todo.

Los tres suspiramos.

La abuela había sido diagnósticada con depresión desde hace algunos años, aunque era difícil saber si su trastorno de "acumuladora" se debía a ese mismo problema. No quería deshacerse de nada. La casa se hubiera llenado de basura de no ser porque, cuando ella no veía, el abuelo nos ayudaba a tirar algunas cosas: latas, botellas de refresco, trates viejos y ese tipo de cosas que se pueden reemplazar con facilidad. Si embargo, el problema no acababa ahí, ella compraba y compraba cosas con la idea de usarlas en algún momento, pero nunca las sacaba y los cajones, las esquinas y hasta el piso de la casa se llenaba de cajas repletas de cosas similares.

Todavía así, mamá nos obligaba a hacer limpieza general cada cierto tiempo. Si bien nos iba podíamos quitar telarañas, sacar ratones, limpiar sus tres refrigeradores, despejar y reacomodar algunos espacios, lavar cortinas, deshacernos de cosas caducadas y lavar sus cientos de trastes para recolocarlos en los estantes ya limpios.

—¿Entonces qué hacemos si no vamos a poder limpiar como dijo mi mamá? —preguntó Enrique.

—Pues ya, nadamás limpiemos lo que podamos —sugerí, volviendo a enjabonar los trastes.

—Los pies me están matando.

Asentí con lo cabeza y agité los hombros para reducir el dolor en la espalda.

El abuelo corrió a esconderse a su habitación en cuanto escuchó que mi mamá estaba planeando limpiar, que limpiaramos. Ojalá yo hubiera tenido esa opción.

Ustedes que atrapan cenzontles... ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora