Capítulo 1 | Parte I

357 13 5
                                    

El miedo es el sentimiento más poderoso que puede experimentar un ser humano, se convierte en la herramienta capaz de destruir a cada uno con su sola presencia. Nubla los sentidos, la claridad para pensar y la capacidad para actuar. El cuerpo también responde de manera negativa, los vasos sanguíneos ceden toda su sangre y esta se esconde muy adentro. La piel pierde su color, la fuerza abandona los brazos y las piernas inhabilitando el poder escapar o defenderse. En breves palabras transforma en indefenso al más valiente de los seres.

Y todo es parte de cumplir con lo que un buen científico definió una vez como Selección Natural de las Especies, la supervivencia del más apto se convierte en la única forma de sobreponerse ante un mundo desconocido y plagado de otros seres que persiguen el mismo ideal. El miedo es entonces una debilidad por superar si se pretende subsistir. Aquel que tenga la mejor adaptación a su entorno es quien perdura. El más fuerte gana.

Morgan se empujó en la silla de madera junto a la puerta de la dirección, llevaba media hora esperando a que la atendieran pero los docentes entraban y salían sin decir nada. La brisa helada del invierno se colaba por las ventanas abiertas frente a ella. Vestir una blusa sin mangas no parecía tan buena idea como lo fue en la mañana al sacarla del armario. Una chica de cabello largo y ataviada de negro se hundió en el asiento junto al suyo, sin mirarla ella comenzó a hablar.

–No entiendo por qué mierda tienen que llamarme si no he hecho nada –bufó molesta–. Es tan frustrante, ¿sabes?

Morgan guardó silencio, no había forma de que la chica le estuviera hablando a ella. Nunca la había visto y mucho menos hablado.

–Oye, tú. ¿No hablas?

Morgan giró levemente la cabeza para mirarla, la chica la observaba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho. Su enojo era palpable y Morgan disimuló un escalofrío.

–¿Me hablas a mí?

La chica rodó los ojos. Extendió los brazos a su alrededor manifestando con el gesto que no había nadie más cerca de ellas como para estarse dirigiendo a otra persona.

–Eso es un sí –farfulló Morgan para sí. Estrechó las manos en su regazo y se volteó de lleno para quedar frente a ella completamente–. ¿Puedo ayudarte?

La chica hizo un mohín antes de responder.

–No, no puedes ayudarme. Nadie puede.

–Lo siento –dijo Morgan inquieta.

–Oh, ¿lo ves? Siempre lo arruino –el enojo abandonó su rostro y sus labios mostraron una alegre sonrisa–. Soy Diana –dijo extendiendo una mano hacia Morgan.

Morgan la miró a los ojos y después miró la mano frente a ella, estirada sobre los brazos de sus sillas vecinas. Tenía las uñas largas con barniz oscuro cayéndose a pedazos, un anillo plateado resaltaba en el dedo anular de su mano izquierda.

–Morgan –dijo apretándole la mano–. Lamento escuchar que tengas problemas.

–No tienes por qué –los ojos de Diana centellearon en un azul más claro, tan claro que Morgan no pudo apartar la vista de ella–. ¿Cuál es tu historia, Morgan?

Su nombre en los labios de Diana sonó diferente, Morgan inhaló mientras pensaba en silencio. Dada la escogencia de palabras que Diana había empleado, y la pronunciación de cada una de ellas… Aquello solo podía significar una cosa, la entonación, el ritmo, el marcado vaivén de las sílabas. Como si hubiera estado leyéndole la mente, Diana sonrió y arqueó una ceja.

–Soy extranjera –comentó–. La mayoría del tiempo lo disfrazo pero no pareces ser de las que quieren saber de dónde soy, o por qué estoy aquí, o si tengo los papeles al día, o sí…

Morgan rio por lo bajo al escuchar su diatriba.

–¿Te parezco graciosa? –preguntó cruzando los brazos sobre el pecho de nuevo.

Morgan dejó de reír y la miró muy seria.

–No quería ofenderte.

–No lo hiciste –Hubo un breve silencio–. ¿Y bien?

La confusión se dibujó en las facciones de Morgan.

–Suelo causar ese efecto en la gente –Morgan la observó callada–. Me gusta creer que les robo el aliento, las palabras, la vida misma. Lo sé, tienes todo el derecho de creer que estoy loca. Todo el mundo lo piensa, tampoco los contradigo.

Un mechón oscuro se deslizó sobre uno de sus ojos y Diana resopló para apartarlo.

–Soy rubia –espetó–, pero no me gusta llevarlo de esa forma, soy de las que apoyan el estereotipo de la rubia tonta.

Diana descruzó los brazos y con la misma mano que había extendido antes, acarició las puntas moradas en el cabello de Morgan.

–Veo que tampoco estás conforme con tu color. Este es un color genial, tal vez lo copie un día de estos.

Morgan abrió la boca para contestarle, pero la puerta de la dirección se abrió y la secretaria le indicó que entrara con un gesto monótono y rutinario. Un par de gafas viejas se acomodaban sobre el puente de su nariz larga. El cabello recogido en un moño anticuado le sumaba años extra a su rostro ya demacrado. Con la nula intención de parecer un poco amable cerró la puerta con imprudencia en el momento que Diana se pasaba de silla.

–Buena suerte –Sus palabras, ahora sin acento, resonaron a través del cristal y la madera. Morgan escondió su sonrisa cuando la secretaria empujó con el brazo la puerta del director.

–Señorita Sheringham, tome asiento –La voz del director siempre la ponía nerviosa. Era un hombre joven, quizá entrando a los treinta. Con el cabello castaño, los ojos verdes y la impresionante estatura de 190 cm, era el sueño prohibido de la mayoría de las estudiantes–. Me imagino que no tienes idea de por qué estás aquí.

–No, señor –contestó Morgan con los ojos fijos en su regazo.  

Robert Neville era el director más joven que Morgan había conocido en su vida, pero su corta edad no era sinónimo de falta de experiencia. Desde el momento en que pisó el instituto se impuso como un hombre inflexible, al que nadie podía faltarle el respeto. Al principio hubo quienes intentaron pasarse de listos con él, pero Robert siempre iba un paso delante de ellos.

Robert se relajó contra el respaldar de su silla giratoria, colocó los brazos sobre el pulcro escritorio y levantó un sobre amarillo con una mano. Se lo tendió a Morgan y ella lo miró con recelo.

–Esta es la razón por la que estás aquí.

–¿Qué es? –preguntó Morgan.  

–Tómalo.

Morgan alcanzó el sobre, le dio la vuelta y abrió los ojos desmesuradamente al reconocer el sello en la cara superior. Sus ojos claros se desviaron hacia los del director.

–¿Qué quiere decir con esto?

Sus dedos arrugaron el sobre en el punto de agarre. Robert se tensó, la rigidez se notó en su rostro inmaculado.  

–No tengo mucho que ver con la entrega de ese documento, lo que no quiere decir que no sé qué significa. Mi hermana menor era pianista también, reconocería ese logo en cualquier parte.

–No voy a tomarlo –Morgan empujó el papel sobre la mesa y lo miró muy seria.  

–Bueno, no tiene mi nombre en él, así que yo tampoco. Si no quieres participar, es tu problema.

–¿Algo más? –dijo Morgan poniéndose de pie. Los ojos de Robert la miraban inescrutables.

–No, eso era todo.

–Con su permiso.

Morgan recogió el sobre y antes de llegar a la puerta se detuvo y lo metió en el basurero de la oficina. Sujetó la manija, avanzó y la cerró detrás de sí. La voz del director se coló a través de la madera pero ella no se detuvo, la secretaria la llamó también. No pensaba detenerse a escuchar así que siguió hasta el pasillo en donde Diana todavía esperaba conversando con ella misma. Al final no pudo hablar con ella apropiadamente. Sin embargo, ese no era el momento para dialogar. Se perdió en el pasillo y con paso rápido dobló una esquina y se adentró en el interminable mar de alumnos que salía de las aulas. 

Morgana - El Ángel Caído (pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora