Terry tenía que admitir que, a primera vista, El Papagayo alegre no daba mala impresión. Estaba en una calle bien iluminada y tenía una entrada elegante, con un portero uniformado.
Un hombre con corbata blanca le pidió que lo acompañara por unas escaleras decoradas como si estuvieran en la jungla. Sonidos de animales le llegaban en la distancia. Había papagayos que aparecían y desaparecían y tardó un minuto en darse cuenta de que eran hologramas.
—El último grito de la ciencia para disfrute de nuestros clientes —dijo su acompañante—. Sígame, señor.
Una vez dentro, Terry tuvo que pararse un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Por fin podía ver las mesas colocadas alrededor de una pista de baile. Había bastantes parejas y empezó a relajarse. No parecía un lugar de mala nota.
Varias jóvenes, todas hermosas, se movían alrededor de las mesas con bandejas en la mano. Todas llevaban una especie de bikini rojas, azules o verdes y sus traseros estaban adornados con plumas enormes de colores a juego, además de unos altos tacones aguja.
Los camareros eran muy jóvenes y guapos, al igual que las chicas, iban vestidos de camareros, pero con trajes, de colores brillantes. Uno de ellos, vestido de color verde lima, lo llevó hasta una mesa cerca de la pared. La lámpara de la mesa simulaba una piña y el holograma de un papagayo lo desconcertaba apareciendo y desapareciendo a su lado.
—La camarera vendrá enseguida, señor —dijo el camarero, antes de alejarse.
Terry tenía tiempo de mirar a su alrededor. Las camareras se movían con agilidad entre las mesas y por sus sonrisas congeladas, podía imaginar que estaban hartas de su trabajo.
Pobre Cande, pensaba.
El sitio no era tan malo como había creído, pero no pensaba dejarla allí. Aquella tontería tenía que terminar, se decía.
Pensar en Cande con aquel traje, estudiada por cientos de ojos masculinos, le hacía sentirse enfermo. El sitio sería todo lo respetable que quisiera, pensaba, pero no era suficientemente bueno para su Cande, para la hermana de Susana, se corrigió a sí mismo apresuradamente.
Un papagayo amarillo se dirigía en ese momento hacia él, moviendo alegremente las plumas. La observó mientras caminaba con coquetería y a la vez sensual, tenía todas las miradas sobre ella.
— ¿Qué desea...? ¡Terry! ¿Qué estás haciendo aquí?
— ¿Sorprendida? Deberías haberte imaginado que vendría. Siéntate conmigo, Cande.
—No puedo. Sólo tengo un minuto.
—No voy a quedarme aquí. Pienso llevarte a casa. Ve a cambiarte.
La sonrisa de Cande se volvió más ancha que nunca.
—El champán es muy bueno, señor...
—No quiero champán —dijo él, con firmeza—. Quiero que hagas lo que te he dicho —añadió, tomándola del brazo.
— ¡No! —exclamó ella, apartándose. Terry se puso rojo al darse cuenta de cómo había reaccionado ella ante su roce—. Lo haga por ti. No quiero que tengan que echar los gorilas.
— ¿Los gorilas? —repitió él, perplejo.
Cande señaló a dos hombres que los miraban con atención.
—Será mejor que pidas algo inmediatamente.
—De eso nada. Quiero que salgas de aquí.
Los gorilas se acercaron a ellos, como por casualidad.
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CANDELA
RandomTerry Grandchester no podía creérselo. La pizpireta y pecosa adolescente que no lo había causado más que quebraderos de cabeza, llegando incluso a arruinar su vida amorosa, había vuelto a aparecer en su vida y él se veía obligado a cuidar de ella. P...