CAPÍTULO IX

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El día había empezado mal. Mientras conducían por el pueblo, el coche había empezado a hacer ruidos extraños y, unos minutos más tarde, salía humo del motor.

—Me temo que algo está fallando —dijo Terry—. Lo siento, Cande.

—Pero aún podemos ir a la feria —dijo ella, ansiosamente—. Hay un taller al lado de la carretera. Podemos dejar el coche allí e ir a Stavewell en autobús.

—¿Treinta kilómetros en autobús por estas carreteras? Probablemente, la gente llevará cajas de gallinas.

—Por favor, Terry —suplicó ella—. Es el último día de la feria y quiero ir.

—Bueno, está bien —aceptó él—. Pero que conste que sólo lo hago por ti.

— ¿Lo dices de verdad?

Por un momento, Terry estuvo tentado de decirle que haría cualquier cosa para verla sonreír, pero se controló a tiempo.

—Quería decir que haría cualquier cosa para no oírte todo el día quejándote de que no hemos ido a la feria por mi culpa. Iremos. En un autobús, rodeado de gallinas y pollos o a dedo. Pero iremos.

—Qué bien. —se encogió de hombros.—Pero date prisa, ¿eh? El autobús sale en media hora.

Terry no confiaba mucho en dejar su coche nuevo en un destartalado taller de pueblo, pero el dueño le indicó rápidamente cuál era el problema y le prometió tenerlo reparado por la tarde.

Mientras caminaban hacia la parada del autobús, Terry tenía que admitir que Cande estaba preciosa con aquella blusa amarilla y unos shorts blancos. Iba canturreando mientras andaban y daba saltitos de vez en cuando.

—¿Cuántos añitos tienes? —bromeó él.

—Me gustan las ferias de los pueblos —dijo ella—. Despiertan a la niña que llevo dentro —añadió. Su sonrisa desapareció en aquel momento y se quedó parada—. ¿Qué es eso?

Terry se quedó escuchando un momento y, de repente, oyó el llanto de un niño. Cande corrió hacia un callejón en el que había una niña llorando desolada.

—¡Mami! —Lloraba la cría—. ¡Mami, mami!

—No llores, bonita —intentó calmarla Cande, tomándola en sus brazos. La niña se aferró a su cuello, llorando desesperadamente—. ¿Qué estás haciendo aquí solita? ¿Dónde está tu mamá?

—Su madre debe estar en la panadería. Vamos a ver —dijo Terry señalando el lugar.

Pero en la panadería nadie sabía nada sobre la niña. No era del pueblo y los panaderos sugirieron llamar a la policía.

—Esperemos que lleguen pronto o perderemos el autobús —susurró Terry. Ella no le contestó, concentrada en calmar a la pequeña, que no dejaba de llorar.

Por suerte, la comisaría estaba cerca y una mujer policía apareció enseguida, presentándose como la sargento Jill Henson.

—Pobrecita. ¿Les ha dicho su nombre?

—¿Cómo te llamas, bonita? —preguntó Cande.

La niña siguió llorando durante unos segundos, antes de calmarse.

—Candy —contestó por fin.

—Yo también me llamo así —dijo Cande, entusiasmada—. ¿Y cuál es tu apellido? —preguntó. Pero la niña no contestaba—. Vamos, yo te diré el mío si tú me dices el tuyo. Yo me llamo White, ¿y tú?

La pequeña Candy la miraba sin comprender.

—¿Tiene usted prisa, señor? —preguntó la sargento al ver que Terry comprobaba su reloj.

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