Las horas pasaban junto a la lenta caminata de un caracol anciano, Cristopher ya no sentía el corazón, parecía que el propio miedo se lo acababa de devorar de un fuerte mordisco. Todo estaba petrificado, con cada respiración la noche se volvía más oscura. Más siniestra, tal vez. Su pecho pesaba, sus nervios subían y caían, junto a la llama parpadeante de su lámpara de kerosene. Al parecer, en cualquier momento dejaría de iluminar, el fuego lo traicionaría estando al borde del precipicio. Caería de la cuerda floja a la que él mismo se había acercado luego de haberse apartado de su hermano, pero no le daba la cobardía para abandonar a su mascota por aquellos rubros. Es más, ni siquiera encontraba a su perrita.
Se sentía solo.
Divagaba como un loco, que parecía dar círculos a través de un árbol seco de forma extraña. Así que decidió seguir otro rumbo para perder de vista ese árbol que había visto muchas veces, mientras rezaba, era el único escape para que la tranquilidad regresara a su pecho. Y también, para que su espíritu se sintiera protegido. Pues no sabía qué más hacer, no sabía a dónde más ir, estaba perdido en un lugar que parecía no tener salida.
—Oh, Dios, mi señor, he comenzado, ayúdame a dejar el pecado porque arrepentido estaré y así del mal dejaré —elevaba una mirada al cielo de vez en cuando cada que soltaba tales palabras, eran una especie de súplicas al abismo, porque parecía que querían retumbar fuertes vientos en las nubes, el peligro se avecinaba. Él lo sabía —. Nada destruirá mi fé, a Satanás me resistiré
Y así seguiría repitiéndolo hasta terminar cansado, hasta que su saliva no diera más, o al menos, hasta sentirse más tranquilo. Pues, lastimosamente, decir esa pequeña oración no causaba ningún efecto en él. Ya que cada vez tenía más miedo, sentía que gracias a eso, el peligro estaba cada vez más cerca de acariciar su cabello.
—Oh, Dios, mi señor, he comenzado, ayúdame a dejar el pecado porque arrepentido esta-
Ahí fue cuando escuchó el quejido de un perro. Eso provocó que desviara la mirada del cielo, era el grito de un alma adolorida, de un cuerpo pequeño que acababa de ser ultrajado, los ruidos, incluso extraños, calaban en sus huesos como un frío detonante, una especie de arma que quería calcinarlo. Era como oír la agonía de un ser querido, pero claro que lo era, él sabía que todo aquello provenía de su mascota, por lo que decidió volver a colgarse el arma en la espalda y empezó a correr lo más rápido que sus piernas se lo permitieran. Necesitaba llegar rápido al lugar de donde provenía el sonido. Se sentía mareado porque venía de todos las direcciones posibles, no sabía hacia dónde dirigirse.
Un ardor piconeaba con insistencia sus ojos, era un llamado de la ruptura; del llanto. Sus manos parecían que estaban entumecidas. Así que, dejó escapar un grito de desesperación hacia la luna antes de usar su instinto, dejándose guiar por el destino, ese tan incierto en el que uno nunca debería confiar —porque a pesar de mostrarte una cara hermosa; no siempre será fiable, el destino tenía dos facetas que mostrarte, la mala siempre estaría oculta bajo esa sonrisa petrificada en maldad —, pero esta vez, parecía haber acertado. Cuando llegó hasta donde provenía el chillido tan insano, su molestia en el cuerpo se desapareció por un momento, sucedió cuando estaba buscando a su mascota con la mirada, aquella que también parecía pedirle clemencia al cielo. Y, cuando logró visualizar a Skay derrotada sobre el suelo, con una enorme mordida en el estómago —que dejaba a la vista la mayor parte de sus intestinos y el resto de sus órganos—, rodeada de gigantescos charcos de sangre; su dolor había regresado, sólo que dolía mucho más que antes.
Un gran poso sin fondo tomó el lugar de su estómago en el cuerpo de Christopher, al ver esa escena tan traumática, si bien, no era la primera vez que tenía que ver cómo las viseras de un animal estaban cocinándose a la luz de sol, eso, era otro nivel. Le faltaban dos estómagos para poder ver eso, para poder ver a su mascota en esa situación tan deplorable. Dejó la lámpara de kerosene a un costado de ella, seguidamente, se dejó caer de rodillas a su costado, sin que le importara si se manchaba de su sangre.