Cinco días habían pasado exactamente desde aquel incidente, a todos les había dejado un horrible sabor de boca; la situación caía como un claro puñal clavado en el alma. Tenía a Ruth llorando, desvelándose, carcomiéndose el cerebro pensando en tantas cosas que a veces quería simplemente desvanecerse en el ambiente. Sufría infinitamente por la desaparición de su tan amado bebé. Sentía mucho miedo de sólo pensar en lo que pudiera pasarle, todo gracias a que Samuel no había sido bautizado; desde el exilio no se pudo hacerlo. Ese era uno de los tantos motivos por los que la noche pasaba lento, por lo que el insomnio la agarraba desprevenida. Cada día rezaba con vehemencia para que su hijo se encontrara a salvo, o al menos, en el peor de los casos, pedía para que al menos, estuviera protegido bajo el manto celestial de Jesucristo. Que lo tuviera en su gloria, disfrutando en otra vida, viviendo lo que no pudo.
Si es que su hijo estuviera muerto, esperaba morir ella también para volver a nacer y reencontrarse con él.
Pensaba que el destino, o el mismo demonio le acababa de arrebatar una parte de su corazón; de su vida. A alguien ingenuo, que no tenía la capacidad de siquiera escapar de quien sea que fuera su verdugo.
Mientras ese infierno se desataba en la cabeza de la mujer, al otro lado del segundo piso, justo al final del pasillo, se encontraba la habitación del rizado, la cual, compartía con su hermano Christopher. El menor, por ahora, dormía plácidamente en su cama, que a pesar de no ser la más suave del mundo, se sumía en un calor acogedor; se encontraba cómodo. Todo gracias al sueño que estaba teniendo, podría decirse así.
Era un sueño extraño, pero que a la vez lograba consolar sus penas. Lo vivía con cada célula de su cuerpo, el chico de aquella casta vez lo estaba abrazando, el menor tenía su rostro acomodado sobre su pecho mientras sentía el tacto del pelinegro recorrer su cabello, sus largos dedos se envolvían con dulzura en cada uno de sus rizos. En su pálida mejilla iba dejando muchos besos pausados, esa piel lechosa era apetitosa, sin dudarlo. Podría acariciarlo, besarlo, quién sabe, hacer muchas más cosas que implicara el eterno contacto con esa piel, pero parecía ser que su deseo era algo insaciable. Algo prohibido.
Hasta que de un momento a otro, el contrario se levantó; se levantó de la cama que hasta ese entonces compartía con Brian, quien imitó esa acción por parte del oji-marrón, o, a medias, porque se sentó al borde de ella, haciendo el adorable gesto de frotarse los ojos, con la única intención de admirar el paisaje desconocido. Aquel lugar no se le hacía para nada familiar, parecía ser la casa de dicho brujo por la sencilla fabricación de las paredes desgastadas.
Brian no entendía qué pasaba cuando su cabeza hizo un breve click con la conciencia, dejando de lado lo satisfactorio que había sido abrazar a ese hombre, no comprendía nada. Cómo es que había llegado a ese punto con él, o a ese lugar. Sólo sabía que había encontrado a su hermano menor, pues cuando visualizaba la habitación con duda, lo encontró ahí, sobre una mesa, con una pequeña manta cubriendo su desnudez. La emoción no dudó en roer por toda su anatomía, la alegría desbordaba hasta de sus ojos chispeantes, entonces corrió hacia él, con el propósito de no perder ningún segundo más. Pero toda esa emoción se partió en pedazos; como los vasos de cristal al ser impactados contra la dura roca. Y fue porque algo invisible le impedía el paso.
Entre ese segundo de confusión, levantó la mirada al ver de reojo el movimiento de un cuerpo delgado, aquel elegante chico de los ojos color abismo llevaba en la mano un filoso cuchillo, con las claras intenciones de herir a esa criatura que nunca había provocado mal. El pelinegro estaba retirando las mantas de ese bebé, a punto de cometer una atrocidad.
—¡No te atrevas a lastimarlo! —gritó con total desesperación infestada en el cuerpo, la rabia no pasaba desapercibida, se notaba porque dejaba fuertes golpes sobre aquello que le impedía salvar a su hermano —. ¡No lo lastimes! —no importaba cuál llegara a ser la amenaza, no cabía duda que, a pesar de todo, jamás se llevaría a cabo. Freddie estaba seguro de eso, sobre todo cuando vio debilidad en esos ojos.