El canto de los exiliados.
⚘
Este día nublado, no era agradable para Brian. En realidad, ninguno era agradable en lo absoluto desde que los echaron del pueblo a causa de la provocación de su padre hacia los sacerdotes. El tiempo no logró curar esas heridas que se abrieron en su cuerpo, llevaban cinco meses habitando aquella zona que parecía tener esa leve sensación de estar embrujada, el amargo sabor de boca que quedó desde su llegada; no desaparecía, el lugar le causaba profundos escalofríos. Sentía que el alma quería escapar de su cuerpo, quería salir por su garganta, también surgía cada que tenía ganas de deslumbrarse viendo un cielo repleto de estrellas, pero parecía que veía un absoluto vacío que podía devorárselo por ser pequeño. Por supuesto que el paisaje era tenebroso, es como si la zona en algún momento se hubiera podrido a causa de algo que no sabía comprender, pero tampoco tenía indicios de que su belleza pudiera regresar algún día.
Y, sin lugar a dudas, hubiera preferido mil veces quedarse en el pueblo junto a sus mejores amigos, John Deacon y Roger Taylor, los cuales, siempre supieron cómo alegrarle el día, a pesar de que algunas veces parecían no tener remedio.
El rizado ahora se encontraba mirando el techo de su habitación con jubilo, como si se replanteara su existencia cinco veces en menos de diez segundo. Las partículas de polvo pasaban frente a su mirada perdida, la incomodidad que la cama provocaba en su espalda era demasiado intensa, pero él no tenía la suficiente fuerza para moverse. A lo que cerró los ojos, despacio, tratando de buscar un medio, por el cual, llegar a conciliar el sueño. La noche anterior a esa, no había conseguido a dormirse tan fácil, tenía unos pequeños problemas con el insomnio.
Eso, hasta que sintió un peso recaer suavemente en su abdomen.
Levantó la mirada, confundido, pensando que le había parecido sentir algo, pero no era así, en realidad, sí que había algo sobre su torso. Su mirada dilatada por el miedo se encontró con la del chico que vio la otra vez al salir del pueblo en esa carreta, acompañado de su familia, era extraño que sólo él pudo haberlo visto. Ya que sus hermanos también estaban mirando hacia la misma dirección. De igual forma, no podía negar que esos ojos eran extraños, pero encantadores, tenían un brillo especial que resaltaba muchísimo por el color abisal que se pintaba en sus orbes; un ébano penetrante que lo atemorizaba en ciertos aspectos, porque también, parecía ser que, a la vez, quería intentar seducirlo. Aquel chico poseía unos rasgos finos que podían considerarse perfectos ante sus ideales, para nada comunes.
Pero, nada de eso importaba en aquel momento, ni su belleza, ni lo atemorizante que llegaban a ser sus ojos, eso no tenía por qué estar pasando. Entonces, ante la presencia del que parecía ser un brujo, comenzó a rezar.
—Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino —rezaba en un susurro mientras escuchaba voces en su mente que trataban de desconcentrarlo, tratando de tentarlo. Posiblemente —. Hágase señor tu voluntad así en la tierra como en el cie-
—Eres demasiado lindo, Brian May —expresó aquella entidad en un tono agridulce; incluso bajo, pero el rizado pudo escucharlo como quien le hablaba normalmente. Tenía una voz hermosa a pesar de, lo que parecían ser sus raras intenciones, a las finales, le daba a entender que nada malo sucedería.
Quedó embobado hasta que las caricias por parte de unas traviesas manos lo sacaron de su tan bonito trance, los finos dedos de ese pelinegro descendieron por las prendas de Brian, hasta irrumpir en ellas, con total deseo de tocar su paliducha piel. El rizado no se había equivocado al pensar que esa misma mirada trataba de seducirlo. El contrario ladeó la cabeza a la par de que sus manos iban descendiendo, llegando hasta su entrepierna, en donde se desencadenó un fuerte apretón; abriendo paso a un sonoro gemido lleno de placer.