01 | Pintura en el rostro

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CUANDO XIA TENÍA cinco años, su padre le dijo que podría hacer lo que quisiera. Mientras le enseñaba cómo sujetar el arco, le aseguraba que estaba hecha de maravillas y que en la palma de sus manos tenía el poder de hacer algo grande, de pertenecer a una generación ganadora. Le daba una flecha nueva y le susurraba que en sus venas corría la grandeza.

Ella disparaba y mataba un pájaro.

Cuando Xia tenía diez años, en su espalda había cicatrices que ardían al recordar un pasado lleno de gritos y fuego, pero para esa fecha ella vivía con un príncipe heredero, tomaba té a las cuatro de la tarde y todo parecía ir bien. Pero luego él la dejó en un palacio lleno de criados, sola con el corazón roto, y se fue a llorar a un hijo perdido.

Ella disparaba y mataba un ciervo.

Cuando Xia tenía catorce años, en sus ojos se proyectaba el reflejo de un mar azul que una vez intentó ahogarla. Lo veía y sentía de nuevo el agua inundar sus pulmones con la brisa cada vez que un príncipe desterrado la miraba con odio cuando ella le hablaba del honor perdido. Le dijeron que estaba hecha de maravillas pero no se sentía así cuando el sol salía cada día. El nuevo Señor del Fuego la quería lo más lejos posible de la capital y de su familia. Era una chiquilla que solo sabía seguir como perro a su hermano mayor y fastidiaba con su presencia. Así que, en los templos de aire abandonados mientras ella pasaba los dedos rugosos por los bordes de las paredes, se le ordenó dejar la embarcación y prestar sus servicios contra los rebeldes colones allá en las provincias Hu Xin. Era una niña y fue enviada a pelear por la nación que la vio crecer.

Entonces Xia tenía diecisiete años y en sus ojos brillaba la adrenalina cuando corría con sus compañeros por el bosque con pintura en sus rostros. Las manos le sangraban cada vez que los callos se reabrían pero a esas alturas ella había dejado de preocuparse por cicatrices y la buena apariencia que una vez tuvo por ser una niña noble. Los arqueros Yuyan no lloriqueaban por estupideces y Xia no iba a ser la excepción.

Ella disparaba y atrapaba al Avatar.

Xia lo vio de reojo al recoger las flechas esparcidas mientras sus compañeros lo amarraban con fuerza de las muñecas y los tobillos. El Avatar se quejaba en voz alta ―«¡No, déjenme, ustedes no entienden!»― pero la líder del grupo lo amordazó para dejar de escuchar sus berridos. Xia pensó en que era una buena decisión considerando que era un maestro aire y podría fácilmente soltarse. Solo era cuestión de recordar cuántas veces lo habían dejado escapar sus compañeros guerreros allá en el mar. Eran el hazmerreír.

―Odio a los niños ―se quejó la líder, irritada. La pintura de su rostro se borraba por el sudor―. Nadie me dijo que iba a ser un puto niño calvo. ¡Que te quedes quieto te digo!

―Creí que sería un, no sé, ¿viejo de más de cien años? ―dijo otro arquero, ejerciendo presión en las cadenas que ataban al Avatar por el torso cuando este se movió como gusano al intentar liberarse. La mujer le volvió a gritar al niño por moverse―. Ya va, es un niño. No seas brusca, linda. Recuerda que tú también tuviste su edad alguna vez.

―Cheng, eso de hacerte el buenito delante del Avatar no ayudará a limpiar tu expediente ―interrumpió Xia, con una mueca al intentar cerrar su estuche. Se clavó una astilla en el dedo y le ardía. Lo arrancó con los dientes―. Al contrario, lo manchará más. Y no es como si Suzu haya tenido alguna vez ciento y tantos años, pero si la miras de cerca casi casi sí con lo vieja que anda poniéndose.

Suzu agarró a Xia y a Cheng por el cuello, sacudiéndolos con brusquedad ante el comentario. Xia le mandó un manotazo.

―Tremendos imbéciles. Vayan y trabajen en vez de comentar mi edad. ―Se elevó con el ceño fruncido y con la voz ronca, se dirigió a los demás que de reojo los miraban curiosos y burlones―: ¡Y a quien siga con eso de mi edad se queda sin cena y va a tener que limpiar los baños, todos! Sí, hasta el del coronel Shinu. No puede ser que se vuelvan más irrespetuosos cada día, por Agni. ¡Ahora rápido que nos están esperando! ¡Pero andando, inútiles!

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