1. La Verdad en el Wintek

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Una última oportunidad.

Su último intento para enorgullecerlos. Si no tenía éxito, al menos podría sacar provecho de ello.

Era una extensa colina de interminables pastos verdes. No había nada más allá de donde sus ojos lograban ver excepto niebla y, medio escondida tras la niebla misma, una luz amarillenta que latía cada cinco minutos. Miró hacia atrás, pero el vacío y los horrores que acababa de cruzar habían sido reemplazados por la misma planicie verdosa a la que le hacía frente.

Algo estaba mal. Esto no podía ser lo que le esperaba al otro lado de la Cuerda de la Nada y el Todo. Miró sus manos, sus manos terrestres. Las apretó y abrió. ¿Era esto lo que en realidad veían los humanos al caer al vacío? Pero eso significaba morir y él... él no tenía permitido morir.

A pesar de que su cara era una estatua frívola, el mundo se estaba empezando a derrumbar dentro de su pecho. No podía estar muerto, no podía-

—No estás muerto.

Ares alzó la vista de sus manos. Ya no estaba solo.

Un hombre estaba de pie junto a él. Alto y moreno, vestido con extrañas ropas que no había visto antes. No aparentaba más de cuarenta años, pero algo en su expresión magnánima, en la intensidad de su mirada oscura, le dijo que había vivido más vidas de lo que cualquier ser corriente podría. Escaneó al hombre de pies a cabeza en un segundo y en el siguiente reparó en el aro azul cielo que llevaba en su mano izquierda.

Era un creador. De pie frente a él. Era el creador azul del Téleio Kosmo.

—Bienvenido, Robert. Me llamo Rafael y soy...

Cayó de rodillas y agachó su cabeza, haciendo acopio de todas sus fuerzas para no destornillarse de los nervios.

—¿Por qué siempre se tienen que arrodillar? —dijo alguien fastidiado detrás de él.

—Robert, ¿cierto? —dijo otra voz, femenina y ronca y muy cerca del príncipe, quien se quedó paralizado cuando una mano se posó en su hombro derecho—. Levántate.

Se levantó, aun con la cabeza gacha, pero su voz no le obedeció cuando intentó hablar. La mano ajena seguía en su hombro. Por el rabillo del ojo logró captar el brillo inconfundible de un anillo plateado.

—Puedes mirarnos, ¿sabes? No va a pasar nada si lo haces.

«Por supuesto que sí», pensó el príncipe. Cerró los ojos y, al abrirlos, su corazón acelerado se había acompasado y sus rodillas endurecido.

Miró al frente. El creador azul —Rafael— lo observaba con sus manos en los bolsillos de sus peculiares pantalones y con una sonrisa amable en su cara. Le hizo un asentimiento, el cual el príncipe devolvió, y luego miró a su derecha, hacia donde estaba la creadora plateada sosteniendo el hombro de Ares.

Ares se volteó.

A sólo un brazo de distancia, los ojos de la creadora plateada eran como los de un búho, fijos y sin parpadear, sus irises azules tan profundos como el mismísimo océano. Viejos, aquellos ojos eran antiguos. Sus pestañas rubias eran tan delgadas que casi no notó que estaban allí, su piel pálida estaba inundada de pecas rojizas que hacían juego con el rojo vivaracho de su cabello corto. Pareció pasar una eternidad antes de que sus cejas pobladas se estiraran y sus labios carmesíes se tornaran en una sonrisa.

—Vaya, Robert, pero si nos saliste bien guapo —él no estaba muy de acuerdo con eso. Ella le ofreció su mano—. Soy Ava.

Ares se rehusó a quedar como un maleducado otra vez y se la estrechó. Su piel helada le causó un escalofrío.

LA MISIÓN DE ARES - Téleio KosmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora