6. La Cámara de la Familia Real

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Tras la puerta de metal había un largo pasillo, tan extenso que solo después de un rato de haber comenzado a caminar Ares divisó el punto oscuro que marcaba el final de este: rejas que separaban un pasadizo de escaleras de caracol.

Al llegar, Sabrina ingresó otra complicada combinación y la reja hizo un horrendo chirrido cuando la empujó para abrirla. Sólo los primeros tres escalones eran visibles, los demás tragados por la oscuridad. Sabrina tomó una lámpara de aceite que colgaba junto a la puerta y ambos comenzaron a bajar, la luz reflejándose en las paredes de piedra.

Al príncipe le estaba costando pensar con la esencia de su padre cubriéndolo. De vez en cuando, espasmos de frío lo atacaban, similares a los que se sentían al sumergirse en una bañera llena de hielo. Esto era sólo una parte de lo que su padre soportaba todo el tiempo e incluso dudaba que soportar fuese la palabra correcta a utilizar.

Bajaron incontables escaleras, pasando distintos niveles cuyas puertas estaban cerradas. Eran las cámaras a las que Sabrina se había referido.

—Si no encontraste el pergamino en esas cámaras, seguro debiste hallar otras cosas interesantes —su voz no sonaba como la de él. Era una versión más inhumana, una que él mismo se había esforzado en imitar por años—. ¿Qué otros secretos encontraste aquí, Sabrina?

Ella no respondió, pero él notó cómo sus hombros se tensaron y cómo la piel de sus brazos se erizó como la de una paloma.

Siguieron bajando hasta que ni el sonido de una rata se escuchaba. Sólo era consciente de que no había otra luz que no fuera la que él mismo estaba emitiendo, que si alguien se quedase allí abajo sin qué iluminar su camino, podría desesperarse y gritar por ayuda y encontrarse con que nadie vendría a socorrerlo.

Absorto en sus pensamientos, casi chocó con la espalda de Sabrina cuando se detuvo. Delante de ella había otra puerta de metal similar a la que había abierto ya no sabía cuántos metros o kilómetros arriba.

Sabrina suspiró y abrió la puerta.

—Esta es mi última parada. No puedo avanzar a partir de aquí.

El príncipe asintió, cruzó la puerta y con una bola de su esencia líquida iluminó su camino, dejando atrás la luz de la lámpara de la bibliotecaria hasta que esta se perdió en las curvas de la escalinata, que mientras más profundo iba, más deteriorada y sucia se encontraba.

Por fin divisó otra luz y, tras bajar los últimos escalones, se encontró ante el inicio de una antesala vacía con antorchas apostadas en los muros. La pared del fondo era curvea y su textura sin duda distinta bajo la iluminación de las antorchas.

Vaciló antes de dar un paso hacia el interior de la antesala. A paso de tortuga, dejó que una pared delgada de agua lo rodeara y cruzó la estancia hasta pararse a sólo un brazo de espacio de la pared del fondo. Su piel se encrespó y algo retumbó en sus oídos.

«Esencia antigua».

Levantó una mano y tocó la pared, húmeda bajo sus dedos fríos.

Una sensación de abandono lo cubrió. El peso de la esencia de su padre se removió, transportándose a través de su mano hasta la pared y haciendo que retrocediera.

Donde su mano había tocado, una onda se formó y llegó hasta los límites de la pared, como la onda provocada por una gota tras caer en aguas calmas. Por eso había estado húmeda, comprendió el príncipe, paralizado: aquella pared estaba hecha de agua, una negra y solidificada que había despertado bajo la orden de la esencia de su padre, el Abatu.

La pared de agua se removió como un mar inquieto. Un pequeño remolino se formó en el centro, dando vueltas y vueltas que enviaban chispas de aquella agua oscura hacia Ares. Pronto se abrió y ensanchó hasta formar un umbral que poco a poco dejó ver lo que había más allá.

LA MISIÓN DE ARES - Téleio KosmoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora