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Ahora mismo me encontraba con la ilusa esperanza de que alguien hubiera en casa, aunque ya llevara más de dos y de tres intentos de llamadas al porterillo. Sabía de sobra que nadie habría en casa, pero "si se alinearan los astros y ... ". Pero nada. Muy bien, Ana Julieta, a resignarse y esperar a que algún vecino acudiera a sus silenciosas plegarias.

Y no es que no hubiera buscado y rebuscado en su bolso, de hecho lo acababa de intentar. De nuevo, ilusa, revuelvo el interior de mi bolso, acaricio el fondo del mismo para encontrar el preciado instrumento metálico.

Pero nada.

"El bolsillo de doraemon", nombre con el que bautizó Mai a su bolso, tenia de todo menos lo que buscaba. Como la vida misma. Frustada, me muerdo el labio. Tantos "y si..." para luego no meter lo esencial.

Normalmente no salía sin revisar que llevaba todo lo necesario, pero se había entretenido más de lo previsto en la ducha. Su madre a voz en grito le aviso que se quedaba sola y no vio mejor momento para enarbolar la bandera de la autosatisfacción. Entre una cosa y la otra, la hora se le echó encima. A eso se sumó que el pantalón que quería ponerse lo encontró en la ropa sucia. Cosas de la mudanza o de la posible tendencia de su madre a echar todo lo que veía a lavar. Las ansias no ayudan y todos sabemos lo de "visteme despacio que llevo prisa".

En la soledad del ascensor aproveché para decirle a Mai que no llegaría igual de puntual de siempre. Ya sabemos lo que ocurre cuando acostumbramos a llegar siempre a la hora. La gente se pone en lo peor. Porque claro, que podría pasarte para que no llegues puntual a la cita. Todo cosas desastrosas y horribles, ¿no?.

Sin embargo, no le pilló casi nada de tráfico. Aparcar fue otro cantar, pero tampoco podíamos pedir mucho en pleno casco antiguo. Cuando llegó a la pequeña terraza cubierta donde había quedado con Mai, ésta se encontraba pidiendo su fiel café frío en una mesita para dos. Sí, a finales de febrero. Así era Mai.

Se encontraron con un efusivo abrazo que hizo temblar a la mesa de envidia. Se contaron su más, que no eran pocos, e hilaron hasta su menos entre vueltas de chúcaras en sus tazas que rellenaban sus silencios.

Anaju, que sabía porque no hay nada peor que alguien te conozca tanto como para saber la dirección de tus suspiros, que algo le pasaba a Mai, o más bien alguien. Y aunque lo intentó, solo le pudo sonsacar un par de sonrojos, varias sonrisas tontas y un "nos lo estamos tomando con calma".

- ¡Anda! Hola Anaju.- Pegue un salto en el sitio. Me gire y vi a un hombrecillo que llevaba entre sus brazos una mochila entreabierta.

- ¿Sergio?- el chiquitín me sonrío como única respuesta. - Madre mía, ¡estás altísimo! Hacía un montón de tiempo que no te veía.

- Mi madre dice que he pegado el estirón- se estiró cuan largo era.- Oye, ¿por qué no entras?

-Se me han olvidado las llaves. Estoy hecha un desastre. Y estaba esperando a que alguien entrara o saliera.

- Ea, pues aquí tienes a tu salvador. - Lo vi coger de su cuello un collar y colgado de ella, las llaves. - Mi madre me obliga a llevarlo, por si no me puede recoger.

- Tu madre es muy lista, eh. - Sergio abrió la puerta, la sostuvo y me dejo pasar. - Gracias.

- Mi madre es muy pesada, Ana.- Sonreí porque no podía contradecirlo. Quién no conocía a la famosa Candelaria Gutiérrez, la presidenta de la comunidad.- Que si quiero sobresaliente en sociales, que si el tenis, que si las clases de piano...

- Pero, ¿en qué cursos estás ya?. - Pase un brazo por sus hombros. - ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?

- Acabo de entrar en 1 de la ESO. - Me miró con suficiencia. - Hacía tiempo que no te veía por aquí. - Encogió sus hombros.

- Ya veo. Pues que sepas que te vas a hartar de verme. Estare una temporada por aquí.- Llame al ascensor.

- ¿Y eso por qué? - seguía igual de curioso que siempre. Aunque ahora midiera dos palmos más.

- He tenido un problema en mi piso. Así que voy a estar por aquí una temporada. - resumí, no creo que fuera muy ético contarles mis desgracias a un niño de ¿12 o 11 años?

- Jope.

El ascensor se abrió y pasamos. Nos pusimos al fondo del ascensor. Él con su mochila entre las manos y yo con el bolso colgando. Sergio se giró para pulsar el botón de su piso y me fijé.

- Sergio, pero cómo te ha llegado chocolate al cuello. - Sin poder evitarlo cogí un pañuelo y se lo limpie.

- Pues menos mal que me lo has visto tú y no mi madre. - Refunfuño mientras se dejo hacer. - la pereza que me da hacer los deberes de lengua... - musitó.

- Si necesitas ayudas solo tiene que llamarme, como antes cuando me llegabas aquí.- señalé con mi mano hasta la altura de mi cadera.

Digamos que cuando era una adolescentes a dos velas siempre, la fuente de tus posibles ingresos se reducen en gran medida. Para paliarlo, decidí, en mi más tierna e inocente juventud, dar clases particulares a los niños de mi bloque y alrededor. Sí, bastante innovadora la idea, original es mi segundo nombre.

Sergio se convirtió en uno de los afortunado (o conejillo de indias) de tal experiencia. Yo intenté que las clases fueran lo más amenas posible y él siempre había sido un niño adorable.

El crujido de las puertas, con la lentitud que les caracterizaba, iniciaron su ritual para cerrarse.

- Gracias Ana- el niño alargó la última sílaba de mi nombre y la mirada que me dió con sus ojos de chocolate me hizo sonreír también.

El agradecimiento fue interrumpido por la vuelta del crujido de las puertas, indicando, de nuevo, la apertura del ascensor. Quizás llegaba a la hora de la cena, quizás.

- Buenas.- Fue el saludo del chico que acababa de entrar. Se puso de espaldas y no me dio tiempo a reconocerlo. Pero parecía que se trataba de un vecino nuevo, posiblemente llegó cuando ya me había ido. Lo observe. Rubio, alto. Inspiré. Un leve olor a motor.

Cuando el ascensor cerró sus puertas (milagro) y comenzó su subida, el silencio durante los primeros pisos llego a su fin al escucharse ¿unos maullidos?. Extrañada y viendo que mis vecinos seguían igual, decidí no darle importancia. A los pocos segundos, lo volví a escuchar y, esta vez, con más insistencia. Sergio se mantuvo quieto como si la cosa no fuera con él.¿Y si estaba en el hueco del ascensor? Dios mío. Había que pararlo.

Otro maullido. No, no se lo había imaginado. Otro. El rubio se dio la vuelta con el ceño fruncido. Tragué saliva, los ojitos que se gastaba el amigo. Maullido. Me volví a centrar.

- ¿Eso era un gato?- preguntó con la voz áspera, como si no hubiera hablado en todo el día. Fijó la mirada en mí y luego la pasó a Sergio. Otro maullido. Mire a Sergio para corroborar nuestras sospechas, pero estaba encogido en sí.

- Sí.- guardé silencio esperando la aparición de otro maullido. Miau.- ¿Y si está en el hueco del ascensor? Tenemos que hacer algo.- El desconocido asintió.- Podemos llamar al técnico del ascensor y que lo saquen, y a tu madre Sergio, para que lo sepa, avisar al resto de vecinos para que utilicen el otro...

- ¡NO!- gritó Sergio.- A mi madre, no.

El chico y yo nos miramos desconcertados. Fruncí el ceño, qué coño estaba pasando. Vi como Sergio terminaba de abrir su entreabierta mochila. Oí cómo el rubio reprimía una carcajada. Me acerqué y donde esperaba ver libros y cuadernos encontré a un gato maullando.

- Sergio...- sabía cómo era su madre, había tenido que aguantar sus "recomendaciones" envenenadas durante los años que le di clases a su hijo. Y quisiera o no, le dio tiempo a conocerla. Y entre las tantas restricciones que alardeaba tener, una de ellas era la de total prohibición de mascotas. Y el hecho de que estuviera escondido en la mochila, no hacía dudar de que eso seguía igual.

- No se lo digáis a mi madre, porfa.- Joder, cómo se lo iba a decir si la miraba así. Volví la vista al chico que nos miraba de hito en hito. Lo mire y él reprimió una sonrisa. No tendría que reírse, pero el rubio le contagió la mueca.

El ascensor volvió a temblar y todos nos agarramos a la barra metálica. El ascensor inició su ritual para abrir las puertas y el primero en salir fue Sergio, que agachaba la cabeza. En estos momentos me vendría bien una de esas frases que sueltan en las pelis y que le dan el consejo exacto a la persona que lo necesita. Pero como estábamos en la cruda realidad y con el tiempo limitado:

- Sergio - lo llamé y se dió la vuelta.- 7A, ¿te acuerdas?- el niño asintió. Señalé con la barbilla al gato.- Si necesitas algo, ya sabes.

Él se despidió, un poco más tranquilo, y con un brillo de ojos que, por un momento, no sentimos ni el débil parpadeo de la luz que iluminaba el ascensor.

Pero las puertas se cerraron.

Y, por fin, el ascensor subió.




-1º 51' 31"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora