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Todavía resuena el timbre de clase en su cabeza, con eco. Sin parar. Rebota dentro de las paredes de su mente. Un maldito ruido que pasa a convertirse en un zumbido. No hay pensamiento en ese instante. Nada puede opacar el sonido que marca la rutina de la escuela. Ni pensar en deberes, ni en el repaso que tiene que darle a esa partitura de piano que le da dolores de cabeza, ni en la felicitación de su grupo de amigos por el pase que dio en pleno partido de baloncesto. No, no piensa. Y tampoco escucha. No escucha el sonido que le rodea. No oye ni el sonido de los coches circulando a su derecha, ni el especial pitido de los semáforos, ni los saludos de los padres de sus compañeros, ni la despedida de su mejor amigo. No escucha la llamada de su profesora Susana que le avisa que vuelve a olvidarse el jersey. No oye. Nada.

Solo corre.

Un pie detrás de otro. Sin parar. Su corazón comienza, con los primeros minutos de carrera, a bombear más y más sangre. El cuerpo se sintoniza. Gira la siguiente calle a la derecha. Al mismo tiempo que las células comienzan a necesitar más oxígeno. La mochila le rebota con fuerza en la espalda, sin cuidado ninguno. Esta vez no hace falta. Se empieza a descomponer el glucógeno. El ácido láctico aparece. El ardor muscular también. Pasa al lado de la tienda de Bea sin siquiera darse cuenta. Siente calor y sudor. Inspira por la boca. Continua a lo largo de la avenida. Sortea a un hombre que carga con una caja pesada y una mujer que habla acaloradamente con su móvil. Mucha gente. El organismo autorregula la temperatura del cuerpo. Evita sobrecalentarse. Expira por la boca. Flato.

Se para.

No sabía si maldecir o bendecir la notificación del WhatsApp de su madre.

Se apoya en el semáforo que separa el único paso de cebras del bloque de piso. De su casa. De Bu.

Se vuelve a apoyar en las rodillas para coger aliento. El último aliento dentro de la incertidumbre. Amargo.

Alza la vista. Verde. Corre.

Torpe. Se maldice. A él. Solo a él. Tercer intento de meter la llave en la cerradura. Le tiemblan las manos. Lo consigue. Empuja la puerta, fuerte, demasiado. Oye el choque de la puerta con una de las paredes. No le importa. Ni siquiera mira atrás para ver si se cierra la puerta como su madre siempre le advierte. Le da igual todo ahora mismo. Llama al ascensor. Se plantea correr escaleras arriba. Pero desiste. Se echa en la pared. Se agarra las costillas. Maldito Flato. Vuelve a suspirar. Se abren las puertas.

En el par de minutos que está en el ascensor le da tiempo a plantearse todo los escenarios horribles que puede encontrarse al abrir la puerta de su casa. La culpa la tenía él. Lo sabía bien. Pero un descuido lo podía tener cualquiera ¿no? Al menos era lo que llevaba diciendo todo el santo día desde que se acordó, en plena clase de mates, de la maldita ventana abierta. Justo esa, la que se encontraba al lado de su cama. Para dejar el cuarto "ventilarse", le había dicho su madre. En qué momento.

A partir de las 10:34 a.m., durante el quinto problema de fracciones, no había parado de pensar en el gato negro que descansaba en su cama. Con una maldita ventana abierta. Y como no era suficiente vino el WhatsApp. Un corto mensaje de su madre avisando de que no le daba tiempo a recogerle, pero que estaría en casa antes que él si no se entretenía en el camino.

Reza a todos los panteones que conocía, para que su madre se encontrara con cualquier amiga o vecina.

Tiembla el ascensor, aunque también lo hace él. Se abre las puertas. Corre por el quinto piso y llega a la puerta, sigiloso, se apoya e intenta escuchar si su madre se le ha adelantado. Nada. Suspira. Agarra de nuevo las llaves, esta vez a la primera, gira, empuja y aunque está seguro de que no hay nadie, grita:

- Mamá- deja la mochila en la entrada. - Ya estoy en casa.

Lo único que le da la bienvenida es la oscuridad y el silencio. Esto es parcialmente bueno. Se moja los labios y anda deprisa a su habitación. La puerta cerrada, como todos los días desde que tenía compañía toda las tardes. Agarra la manilla. Tiene un mal presentimiento. Abre la puerta al mismo tiempo que una corriente fría entra impetuosa por la ventana. Las cortinas ondean a su antojo. Hace frío. Camina y cierra la ventana. Traga. Le empieza a doler la barriga. Lo llama. Lo busca con la mirada. Le vuelve a gritar. Silencio.

-1º 51' 31"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora